Me hubiera gustado tenerte al lado para que reprodujeras en un dos por tres el azulejo luso. Para que pasaras al papel el azul y el crema, con el toque de otro mundo que tanto se te da. Así, con calma, para que te quedara como una de tantas obras de arte que te sacas de los dedos sin darte cuenta. Te hubiera encantado Porto, con sus callejones viejos para perderse un rato del mundo, y colores descarapelados y brillantes a la vez que te hacen sentir como en casa, una casa vieja y desvencijada que amenaza todo el tiempo con no estar al otro día pero que ofrece la certeza de durar siglos. Porque en sus callejones parecía que te encontrarías a la gente querida saliendo de un balcón, de una puerta de madera. Y el Douro, el Douro, con su doble vida, una la real y otra del reflejo. Estoy segura de que tú sí hubieras olido, hubieras saboreado, porque yo sólo observo, y callo. Ver en la noche los reflejos en la superficie del agua, con sus destellos, uffff, no sabes, tenías que estar ahí. Y luego el tren, el mar, las inmensas casas de verano, o de todo el año, y los sueños intermedios y los detalles de Saramago y el reflejo del sol y la periferia y la gente de tonos distintos que aparece y todo. Todo. Y luego Lisboa, y la llovizna, y el misterio. Porque Lisboa es una ciudad de misterio, donde sabes que se esconde algo más allá de los pisos ni ocupados ni rentados ni nada, de la gente con actitud caída y casi melancólica de lo que ya no pudo ser, como el hombre de la bebida verde-Vigor de la Pastelaria Lisboa, en Almirante Reis, la de todas las mañanas, o el de las insignias ya de la calle de Palma, que dirige el tráfico sin autos de su cabeza. Y Rossio y la Plaza del Comercio y las estatuas ecuestres y las palomas y las fuentes. ¿Dónde estabas? ¿Por qué te apareciste tan insistentemente? ¿Por qué? Y eso que no te he contado de Sintra, y de la caminata esforzada hacia la cima De los Moros y la neblina y la humedad. Y lo verde, lo verde. Me la pasé caminando siempre, porque me lo exigieron y porque pensaba más claro. Quizá por eso te apareciste. Por eso quería encontrarte un regalo digno, aunque no fuera Pessoa, y lo encontré, el Animalario. Pero no lo tendrás, por mi desidia ante Bairro Alto y las decisiones fáciles. Todo fue mágico. Te lo comparto acá, ya que tras una década de amistad he recibido tu segundo mensaje memorable, tras la canción que me enviaste de la pecera hace años. ¿La recuerdas? Te extrañé. Me hubiera gustado que sintieras la magia de la melancolía portuguesa. Hubieras cuidado de que mis tenis verdes no resbalaran en las banquetas. Para la otra, si el capricho no me gana...
En territorio luso
Me hubiera gustado tenerte al lado para que reprodujeras en un dos por tres el azulejo luso. Para que pasaras al papel el azul y el crema, con el toque de otro mundo que tanto se te da. Así, con calma, para que te quedara como una de tantas obras de arte que te sacas de los dedos sin darte cuenta. Te hubiera encantado Porto, con sus callejones viejos para perderse un rato del mundo, y colores descarapelados y brillantes a la vez que te hacen sentir como en casa, una casa vieja y desvencijada que amenaza todo el tiempo con no estar al otro día pero que ofrece la certeza de durar siglos. Porque en sus callejones parecía que te encontrarías a la gente querida saliendo de un balcón, de una puerta de madera. Y el Douro, el Douro, con su doble vida, una la real y otra del reflejo. Estoy segura de que tú sí hubieras olido, hubieras saboreado, porque yo sólo observo, y callo. Ver en la noche los reflejos en la superficie del agua, con sus destellos, uffff, no sabes, tenías que estar ahí. Y luego el tren, el mar, las inmensas casas de verano, o de todo el año, y los sueños intermedios y los detalles de Saramago y el reflejo del sol y la periferia y la gente de tonos distintos que aparece y todo. Todo. Y luego Lisboa, y la llovizna, y el misterio. Porque Lisboa es una ciudad de misterio, donde sabes que se esconde algo más allá de los pisos ni ocupados ni rentados ni nada, de la gente con actitud caída y casi melancólica de lo que ya no pudo ser, como el hombre de la bebida verde-Vigor de la Pastelaria Lisboa, en Almirante Reis, la de todas las mañanas, o el de las insignias ya de la calle de Palma, que dirige el tráfico sin autos de su cabeza. Y Rossio y la Plaza del Comercio y las estatuas ecuestres y las palomas y las fuentes. ¿Dónde estabas? ¿Por qué te apareciste tan insistentemente? ¿Por qué? Y eso que no te he contado de Sintra, y de la caminata esforzada hacia la cima De los Moros y la neblina y la humedad. Y lo verde, lo verde. Me la pasé caminando siempre, porque me lo exigieron y porque pensaba más claro. Quizá por eso te apareciste. Por eso quería encontrarte un regalo digno, aunque no fuera Pessoa, y lo encontré, el Animalario. Pero no lo tendrás, por mi desidia ante Bairro Alto y las decisiones fáciles. Todo fue mágico. Te lo comparto acá, ya que tras una década de amistad he recibido tu segundo mensaje memorable, tras la canción que me enviaste de la pecera hace años. ¿La recuerdas? Te extrañé. Me hubiera gustado que sintieras la magia de la melancolía portuguesa. Hubieras cuidado de que mis tenis verdes no resbalaran en las banquetas. Para la otra, si el capricho no me gana...
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Lishboa me espera, Jesi. No me la quiero perder. Un abrazo.
Juanjo Domínguez
7 de abril de 2010, 19:29Nuna
8 de abril de 2010, 5:40Hermoso.Qué agradable cuando el pasado sabe dulce y uno puede permitirse dejar que se cuele un rato en el presente... Beso.
Nuna
8 de abril de 2010, 5:43