
Hoy quise un imposible, ver a Juan Villoro, a Fernando Savater y a Jesús Ruiz Mantilla en el Círculo de Bellas Artes respondiendo a quien fuera a escucharlos si el periodismo es la única arma contra la impunidad... a las siete treinta de la noche. Está por demás decir que no lo logré. Son más de las nueve y sigo en la redacción. Pero si hubiera ido me hubiera perdido de la experiencia más enriquecedora que he tenido en este diario.
La primera palomita me la di porque pude redactar una nota que me gustó en un par de horas, con datos, testimonios y buen ritmo. Diarismo que prácticamente nunca hago y que me dejó contenta, con la sensación de ser capaz, algo que me ha traído malos sabores últimamente. Comí en mi lugar no por obligación, si no porque estaba embebida en mi texto y pensando en el Villoro de después. Y comí pasta que hice yo, y lo digo con toda la intención de provocar incredulidades en América. Ni un euro gasté y comí rico. Otra palomita. De repente, a eso de las cuatro de la tarde, escuché una voz que venía justo del centro de la redacción. "Hemos convocado a esta asamblea porque...". Todos comenzaron a acercarse, los grandes y los no tanto, los maestros y los del máster. Todos. "...porque queremos discutir qué está pasando en la empresa". En un cerrar de ojos, como si me hubiera trasladado a otra dimensión, escuchaba una asamblea de periodistas preocupados por su futuro, sin saber qué hacer, como todos en el planeta, si pedirle o no cuentas a la dirección porque no les mencionó que el departamento de sistemas fue desagregado, si está bien que El País se resquebraje en pedacitos cada vez más pequeños para abaratar costos. Si tenían que marchar en Gran Vía a manera de protesta, en coordinación con las centrales sindicales. Si esto, si lo otro. Los veía preocupados, pero sin saber bien a bien por qué. Preocupados por el futuro incierto, era claro, y lo único que podían argumentar era "Que nos avise la dirección de cualquier cambio". De repente, uno de ellos dijo "¿Para qué hacer esto, si el modelo de negociación con la empresa ha funcionado en los últimos treinta años?". ¡Ése era el problema, que nadie sabía si lo que había funcionado antes aplicaba para hoy y para mañana! Algunos más hablaron y preguntaron, otros pidieron encontrar formas de apoyo más allá de las marchas "porque tenemos que trabajar". Al final se aprobó una resolución a mano alzada, "Que nos informe la dirección de cualquier cambio". Lo mismo. Todos regresaron a su lugar, en un ambiente de confusión. Nunca había visto una reunión así en mi tiempo de periodista. Me recordó que sólo he sabido de sindicatos por lo que reporto y por lo que leo, pero no por lo que practico. Y luego, ipso facto, recordé al subdirector que nos habló del futuro en la salota de juntas de este lugar, cuando el tema era la revolución de internet para la sección Madrid. "Lo que está haciendo El País es un salto al vacío. No sabemos adónde vamos". Nadie sabe, y eso quita tranquilidad y sueño y provoca asambleas raras... en El País.
Si sólo hubiera visto eso mi día hubiera sido completo, redondo, aun sin Villoro. Pero la realidad tenía que asombrarme más. Tras la reunión, una hora después, calculo, la buena Charo, la mujer que sueña con hacer la enciclopedia definitiva de lugares de repostería en el mundo y la segunda a bordo del barco Madrid, abrió su típica caja de galletas. Ayer fueron torrejas que hizo su madre, que no quise ni probar porque la cabeza me estallaba y tengo mis tabués con el azúcar. Me arrepentí, pero tuve una segunda oportunidad hoy, las galletas. Se abrió la caja de Pandora y todo fue dulcísimo. La grata convivencia que genera una caja de éstas me permitió conocer que mi vecina de Internacional, la que estaba junto a mí, afable y con voz delicada, vivió en Jordania año y medio, cubrió las dos guerras de Iraq, ama Petra y que comió hoy con dos defensoras de derechos humanos mexicanas que trabajan en Oaxaca. Que el compañero de Inter de más allá, un hombre alto, canoso y con voz tranquila, conoce al chef que acaba de abrir el mejor lugar de comida marroquí en Madrid, en la calle de Lope de Vega, porque vivió en Marruecos y reporteó ahí. Que Ramón Lobo traía galletas de chocolate moscovitas, de alguno de sus míticos viajes, y que le llama frontispicio al subtítulo de una nota. Casi poesía. Que Jaled, compañero mío que nació en 1984 en Palestina, que estudió derecho y periodismo, que terminó este año el máster y que tiene unas rastas hasta la cintura –y nadie le dice nada– tiene un padre palestino que traduce el árabe para el diario cuando es necesario y cocina y que hoy, justo hoy, hizo falafeles para el compañero español-marroquí de Inter. Pero Jaled los compartió con todos. ¿La mezcla? En menos de media hora no sólo me comí como Lucas una veintena de galletas del Mercadona –como dice Víctor, el editor de la sección–, una delicada galleta moscovita –que me supo ¡a gloria!– y un falafel –con un sabor exquisito como nunca lo había probado–, sino que comprendí, quizá por primera vez, la riqueza de este lugar, su constitución de monstruo, el poder humano encerrado en esta redacción, que está viva a pesar de sus retrasos virtuales, y me sentí privilegiada como nunca. Fue uno de esos momentos de claridad absoluta que dice Isherwood, que sólo se logra con el toque humano.
Por eso tenía que escribir esto ya y aquí, en mi lugar. Porque hoy el día fue mágico. Y sigue siéndolo, aunque sean casi las once de la noche, porque Ramón todavía está arreglando frontispicios de su sección, porque Charo sigue haciéndose bolas con las notas de mañana aunque siga pensando en repostería, y porque Víctor, Jaled y Pablo, el otro becario egresado del máster, un joven culto y reflexivo, siguen escribiendo y editando para mañana con una dedicación tal que no vale, ni ahorita ni nunca, que ya cada vez menos gente lea el papel. No vale para ellos... ni para mí. Quedan aquí otros más, con la página web y los cierres, en un país donde todavía se tratan de cumplir los buenos tiempos de vida casi todos los días. Y yo aquí, de mirona, por las vueltas de la vida. Muchas palomitas para hoy, olas y olas de palomitas, y la más grande por escribirles aquí, pa' que recuerde después...
La primera palomita me la di porque pude redactar una nota que me gustó en un par de horas, con datos, testimonios y buen ritmo. Diarismo que prácticamente nunca hago y que me dejó contenta, con la sensación de ser capaz, algo que me ha traído malos sabores últimamente. Comí en mi lugar no por obligación, si no porque estaba embebida en mi texto y pensando en el Villoro de después. Y comí pasta que hice yo, y lo digo con toda la intención de provocar incredulidades en América. Ni un euro gasté y comí rico. Otra palomita. De repente, a eso de las cuatro de la tarde, escuché una voz que venía justo del centro de la redacción. "Hemos convocado a esta asamblea porque...". Todos comenzaron a acercarse, los grandes y los no tanto, los maestros y los del máster. Todos. "...porque queremos discutir qué está pasando en la empresa". En un cerrar de ojos, como si me hubiera trasladado a otra dimensión, escuchaba una asamblea de periodistas preocupados por su futuro, sin saber qué hacer, como todos en el planeta, si pedirle o no cuentas a la dirección porque no les mencionó que el departamento de sistemas fue desagregado, si está bien que El País se resquebraje en pedacitos cada vez más pequeños para abaratar costos. Si tenían que marchar en Gran Vía a manera de protesta, en coordinación con las centrales sindicales. Si esto, si lo otro. Los veía preocupados, pero sin saber bien a bien por qué. Preocupados por el futuro incierto, era claro, y lo único que podían argumentar era "Que nos avise la dirección de cualquier cambio". De repente, uno de ellos dijo "¿Para qué hacer esto, si el modelo de negociación con la empresa ha funcionado en los últimos treinta años?". ¡Ése era el problema, que nadie sabía si lo que había funcionado antes aplicaba para hoy y para mañana! Algunos más hablaron y preguntaron, otros pidieron encontrar formas de apoyo más allá de las marchas "porque tenemos que trabajar". Al final se aprobó una resolución a mano alzada, "Que nos informe la dirección de cualquier cambio". Lo mismo. Todos regresaron a su lugar, en un ambiente de confusión. Nunca había visto una reunión así en mi tiempo de periodista. Me recordó que sólo he sabido de sindicatos por lo que reporto y por lo que leo, pero no por lo que practico. Y luego, ipso facto, recordé al subdirector que nos habló del futuro en la salota de juntas de este lugar, cuando el tema era la revolución de internet para la sección Madrid. "Lo que está haciendo El País es un salto al vacío. No sabemos adónde vamos". Nadie sabe, y eso quita tranquilidad y sueño y provoca asambleas raras... en El País.
Si sólo hubiera visto eso mi día hubiera sido completo, redondo, aun sin Villoro. Pero la realidad tenía que asombrarme más. Tras la reunión, una hora después, calculo, la buena Charo, la mujer que sueña con hacer la enciclopedia definitiva de lugares de repostería en el mundo y la segunda a bordo del barco Madrid, abrió su típica caja de galletas. Ayer fueron torrejas que hizo su madre, que no quise ni probar porque la cabeza me estallaba y tengo mis tabués con el azúcar. Me arrepentí, pero tuve una segunda oportunidad hoy, las galletas. Se abrió la caja de Pandora y todo fue dulcísimo. La grata convivencia que genera una caja de éstas me permitió conocer que mi vecina de Internacional, la que estaba junto a mí, afable y con voz delicada, vivió en Jordania año y medio, cubrió las dos guerras de Iraq, ama Petra y que comió hoy con dos defensoras de derechos humanos mexicanas que trabajan en Oaxaca. Que el compañero de Inter de más allá, un hombre alto, canoso y con voz tranquila, conoce al chef que acaba de abrir el mejor lugar de comida marroquí en Madrid, en la calle de Lope de Vega, porque vivió en Marruecos y reporteó ahí. Que Ramón Lobo traía galletas de chocolate moscovitas, de alguno de sus míticos viajes, y que le llama frontispicio al subtítulo de una nota. Casi poesía. Que Jaled, compañero mío que nació en 1984 en Palestina, que estudió derecho y periodismo, que terminó este año el máster y que tiene unas rastas hasta la cintura –y nadie le dice nada– tiene un padre palestino que traduce el árabe para el diario cuando es necesario y cocina y que hoy, justo hoy, hizo falafeles para el compañero español-marroquí de Inter. Pero Jaled los compartió con todos. ¿La mezcla? En menos de media hora no sólo me comí como Lucas una veintena de galletas del Mercadona –como dice Víctor, el editor de la sección–, una delicada galleta moscovita –que me supo ¡a gloria!– y un falafel –con un sabor exquisito como nunca lo había probado–, sino que comprendí, quizá por primera vez, la riqueza de este lugar, su constitución de monstruo, el poder humano encerrado en esta redacción, que está viva a pesar de sus retrasos virtuales, y me sentí privilegiada como nunca. Fue uno de esos momentos de claridad absoluta que dice Isherwood, que sólo se logra con el toque humano.
Por eso tenía que escribir esto ya y aquí, en mi lugar. Porque hoy el día fue mágico. Y sigue siéndolo, aunque sean casi las once de la noche, porque Ramón todavía está arreglando frontispicios de su sección, porque Charo sigue haciéndose bolas con las notas de mañana aunque siga pensando en repostería, y porque Víctor, Jaled y Pablo, el otro becario egresado del máster, un joven culto y reflexivo, siguen escribiendo y editando para mañana con una dedicación tal que no vale, ni ahorita ni nunca, que ya cada vez menos gente lea el papel. No vale para ellos... ni para mí. Quedan aquí otros más, con la página web y los cierres, en un país donde todavía se tratan de cumplir los buenos tiempos de vida casi todos los días. Y yo aquí, de mirona, por las vueltas de la vida. Muchas palomitas para hoy, olas y olas de palomitas, y la más grande por escribirles aquí, pa' que recuerde después...
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