Signos infalibles

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La felicidad se hace con pedacitos. Algunos ni siquiera se notan, pero ahí están. Los pedacitos de un día como hoy duran todo el año...

- Pasar una tarde antes en una colchoneta blanca, en terraza-estilo-Ibiza, con Madrid a tus pies, pensando en qué otra terraza encontrarás fortuitamente a "una persona que puede cambiarte la vida".
- Despertar a medianoche y encontrar dos queridas sonrisas con un engordador pastel.
- Escuchar Un mundo raro como si tu papá se la cantara otra vez a tu mamá.
- Vivir un día soleado.
- Leer a Hemingway mientras desayunas lo que te hiciste de regalo.
- Recibir historias de cronopios desde el otro lado del mundo.
- Leer un mensaje electrónico de tu mamá, que antes no sabía ni prender una computadora.
- Recibir regalitos de unas cuantas palabras de los importantes, que de repente se te olvidan por la ingrata cotidianidad.
- Escuchar cómo te cantan por el teléfono.
- Sentirte deseada.
- Trabajar.
- Caminar y caminar y caminar... y pensar.
- Comer en una banca, bajo un árbol frondoso, de un lugar desconocido y sorprendente, por sencillo.
- Hablar con gente desconocida, y que te sonría.
- Escuchar a alguien brillante discernir.
- Escribir sobre otros y sobre ti.
- Carcajearte. Con una vez es suficiente.
- Cenar con una gran compañía.
- Llegar a tu habitación, salir al balcón y tener una gran vista:




Ante un día tan contundentemente bueno sólo queda agradecer, a todos, por los siguientes 365 días de suerte que me dieron hoy.

Para J. E.

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Hoy vi el amanecer de principio a fin. Tras una noche intensa, una espera memorable en una banca de metal y un trayecto de risas llegué a casa. Cansada, a medias. De repente la portada del diario de hoy, que había comprado hace unos pasos, y el pie de foto. "Un Cervantes mexicano y mendicante". Ya no pude dormir. Tuve que leerlo todo, lo del diario y lo demás, mientras el cielo se hacía azul clarito clarito. Luego me vinieron los flashasos de la memoria y el Por alto que esté el cielo en el mundo, por hondo que sea el mar profundo... y los versos dolorosos y los felices. Porque es un mito José Emilio Pacheco que, como algunos otros mitos mexicanos, puedo palpar todos los días.

Yo fui una de los tantos que lo conocimos en la secundaria, cuando Las batallas en el desierto era el libro obligado. No sé si haya un libro más masivo en México escrito por un grande. Lo he leído unas cinco veces, casi todas de una sentada. Luego conocí la poesía, que todavía no alcanzo a dilucidar. Recuerdo mi enternecimiento cuando leí por primera vez Alta traición, porque decía más que muchas de las odas de páginas y páginas escritas para México. Y lo primero que hice después de leer El reposo del fuego fue arrancar una hoja de cuaderno -de la universidad, por entonces-, escribirlo ahí a toda prisa y guardar el papel muy bien en una bolsa que quería tener a la mano todos los días de mi vida, para que cuando encontrara a la persona correcta le entregara el sentido regalo en las manos, y lo viera leerlo y respirar profundo y largo, como yo lo hice. Todavía no encuentro a esa persona. El regalo está en mi cuarto, donde sigue esperando llegar un año de estos a las manos correctas. Y hasta me duele recordar cuando pinté con un plumón negro en una de las paredes de mi cuarto el ¿Quién ordenó todo esto? Aquí, aquí batallón Olimpia. Mi madre irrumpió en mi espacio para decirme que eso ya parecía una cárcel, que yo y mis frasesitas de Cortázar y de Vila-Matas y ahora de Pacheco. Le ofrecí el libro, se sentó en mi cama con colcha amarilla y dos minutos después ya estaba llorando, y me hizo llorar a mí, porque en mi casa siempre me enseñaron, desde el inicio de mis tiempos, que hay indignaciones que no caducan, que no pueden caducar. Quizá por ese mismo sentimiento Pacheco recopiló frases de lo vivido en 1968 y creó poesía de una tragedia 10 años después. Sólo él pudo hacer versos de donde había sangre.

Por eso no me sorprendió cuando llegué a la Facultad de Filosofía y todos hablaban de él como si hablaran de un dios. Ninguno de mis grandres profesores era capaz de reprocharle nada, ni siquiera una línea, como a otros grandes, porque se sabe que es uno de los pilares del México literario, desde la creación, sí, pero también desde el análisis, desde la crítica, desde la traducción. Ahora que vino a España a decir que escribe "porque le ocurre algo", que es "uno más" entre los escritores del idioma y que no es ni el mejor poeta de su barrio, porque su vecino es Juan Gelman, que se lamenta por la enfermedad de Monsiváis, que el dinero del premio lo ocupará en cuidados médicos, que su única riqueza es la lengua y que todos los escritores son de una orden mendicante, pienso que la lección más grande que Pacheco nos ha dado no es literaria, es de vida, de humildad, de esa grandeza que nos advierte de la falsedad de los oropeles sin valor que nos encontramos en cada esquina, lo mismo en Madrid que en la Ciudad de México o en donde sea.

Ya amaneció. No sé por qué tengo remordimiento, quizá porque sé que en lugar de estar en la marcha debía estar atenta a esto, a nada más. Puede que regrese el insomnio. No hay mejor formar que iniciar un día con Pacheco en la cabeza. Hace exactamente una semana estaba sentada en una barra de cafetería de Granada hojeando el diario. De repente me encontré con Juan Gelman, y ahora no puede ir mejor: "Escribir poesía es abrirse camino en uno mismo". Definitivamente Pacheco es uno de los que tienen más surcos labrados. El mundo sería mejor si todos fuéramos aunque sea un poquito con él.

Tal vez la memoria inventa lo que evoca y la imaginación ilumina la densa cotidianeidad
.

J.E.P., ayer, al recibir el Premio Cervantes.

De soledades

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Desde su regreso al pozo, para no perturbar su espíritu, trató de no leer el diario. Pasada una semana, ya no tuvo deseos de leer. Después de un mes, casí había olvidado que existían cosas tales como el periódico. Cierta vez encontró la reproducción de un grabado, El infierno de la soledad, y la observó con curiosidad. Se trataba de un hombre flotando inestable en el aire, con sus ojos abiertos por el terror, pero el espacio que lo rodeaba, lejos de ser vacío, era una serie de sombras semitransparentes de muertos que impedían cualquier movimiento del hombre. Los muertos, cada uno con diferente expresión, parecían empujarse unos a otros mientras hablaban incesantemente al hombre. ¿Por qué razón eso era El infierno de la soledad? En aquel momento pensó que se habían equivocado al poner el título; ahora podía entenderlo. La soledad es una sed que la ilusión no satisface."


Kobo Abe, La mujer de la arena

Sólo puedes sonreír...

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...cuando en una calle de Madrid
a un hombre nunca antes visto
se le despereza el sentido
y compara tu cabello
con el de la Virgen de la Almudena,
para rematar gritando ¡Olé!

Para que encuentres otra oportunidad pronto

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Día de palomitas

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Hoy quise un imposible, ver a Juan Villoro, a Fernando Savater y a Jesús Ruiz Mantilla en el Círculo de Bellas Artes respondiendo a quien fuera a escucharlos si el periodismo es la única arma contra la impunidad... a las siete treinta de la noche. Está por demás decir que no lo logré. Son más de las nueve y sigo en la redacción. Pero si hubiera ido me hubiera perdido de la experiencia más enriquecedora que he tenido en este diario.

La primera palomita me la di porque pude redactar una nota que me gustó en un par de horas, con datos, testimonios y buen ritmo. Diarismo que prácticamente nunca hago y que me dejó contenta, con la sensación de ser capaz, algo que me ha traído malos sabores últimamente. Comí en mi lugar no por obligación, si no porque estaba embebida en mi texto y pensando en el Villoro de después. Y comí pasta que hice yo, y lo digo con toda la intención de provocar incredulidades en América. Ni un euro gasté y comí rico. Otra palomita. De repente, a eso de las cuatro de la tarde, escuché una voz que venía justo del centro de la redacción. "Hemos convocado a esta asamblea porque...". Todos comenzaron a acercarse, los grandes y los no tanto, los maestros y los del máster. Todos. "...porque queremos discutir qué está pasando en la empresa". En un cerrar de ojos, como si me hubiera trasladado a otra dimensión, escuchaba una asamblea de periodistas preocupados por su futuro, sin saber qué hacer, como todos en el planeta, si pedirle o no cuentas a la dirección porque no les mencionó que el departamento de sistemas fue desagregado, si está bien que El País se resquebraje en pedacitos cada vez más pequeños para abaratar costos. Si tenían que marchar en Gran Vía a manera de protesta, en coordinación con las centrales sindicales. Si esto, si lo otro. Los veía preocupados, pero sin saber bien a bien por qué. Preocupados por el futuro incierto, era claro, y lo único que podían argumentar era "Que nos avise la dirección de cualquier cambio". De repente, uno de ellos dijo "¿Para qué hacer esto, si el modelo de negociación con la empresa ha funcionado en los últimos treinta años?". ¡Ése era el problema, que nadie sabía si lo que había funcionado antes aplicaba para hoy y para mañana! Algunos más hablaron y preguntaron, otros pidieron encontrar formas de apoyo más allá de las marchas "porque tenemos que trabajar". Al final se aprobó una resolución a mano alzada, "Que nos informe la dirección de cualquier cambio". Lo mismo. Todos regresaron a su lugar, en un ambiente de confusión. Nunca había visto una reunión así en mi tiempo de periodista. Me recordó que sólo he sabido de sindicatos por lo que reporto y por lo que leo, pero no por lo que practico. Y luego, ipso facto, recordé al subdirector que nos habló del futuro en la salota de juntas de este lugar, cuando el tema era la revolución de internet para la sección Madrid. "Lo que está haciendo El País es un salto al vacío. No sabemos adónde vamos". Nadie sabe, y eso quita tranquilidad y sueño y provoca asambleas raras... en El País.

Si sólo hubiera visto eso mi día hubiera sido completo, redondo, aun sin Villoro. Pero la realidad tenía que asombrarme más. Tras la reunión, una hora después, calculo, la buena Charo, la mujer que sueña con hacer la enciclopedia definitiva de lugares de repostería en el mundo y la segunda a bordo del barco Madrid, abrió su típica caja de galletas. Ayer fueron torrejas que hizo su madre, que no quise ni probar porque la cabeza me estallaba y tengo mis tabués con el azúcar. Me arrepentí, pero tuve una segunda oportunidad hoy, las galletas. Se abrió la caja de Pandora y todo fue dulcísimo. La grata convivencia que genera una caja de éstas me permitió conocer que mi vecina de Internacional, la que estaba junto a mí, afable y con voz delicada, vivió en Jordania año y medio, cubrió las dos guerras de Iraq, ama Petra y que comió hoy con dos defensoras de derechos humanos mexicanas que trabajan en Oaxaca. Que el compañero de Inter de más allá, un hombre alto, canoso y con voz tranquila, conoce al chef que acaba de abrir el mejor lugar de comida marroquí en Madrid, en la calle de Lope de Vega, porque vivió en Marruecos y reporteó ahí. Que Ramón Lobo traía galletas de chocolate moscovitas, de alguno de sus míticos viajes, y que le llama frontispicio al subtítulo de una nota. Casi poesía. Que Jaled, compañero mío que nació en 1984 en Palestina, que estudió derecho y periodismo, que terminó este año el máster y que tiene unas rastas hasta la cintura –y nadie le dice nada– tiene un padre palestino que traduce el árabe para el diario cuando es necesario y cocina y que hoy, justo hoy, hizo falafeles para el compañero español-marroquí de Inter. Pero Jaled los compartió con todos. ¿La mezcla? En menos de media hora no sólo me comí como Lucas una veintena de galletas del Mercadona –como dice Víctor, el editor de la sección–, una delicada galleta moscovita –que me supo ¡a gloria!– y un falafel –con un sabor exquisito como nunca lo había probado–, sino que comprendí, quizá por primera vez, la riqueza de este lugar, su constitución de monstruo, el poder humano encerrado en esta redacción, que está viva a pesar de sus retrasos virtuales, y me sentí privilegiada como nunca. Fue uno de esos momentos de claridad absoluta que dice Isherwood, que sólo se logra con el toque humano.

Por eso tenía que escribir esto ya y aquí, en mi lugar. Porque hoy el día fue mágico. Y sigue siéndolo, aunque sean casi las once de la noche, porque Ramón todavía está arreglando frontispicios de su sección, porque Charo sigue haciéndose bolas con las notas de mañana aunque siga pensando en repostería, y porque Víctor, Jaled y Pablo, el otro becario egresado del máster, un joven culto y reflexivo, siguen escribiendo y editando para mañana con una dedicación tal que no vale, ni ahorita ni nunca, que ya cada vez menos gente lea el papel. No vale para ellos... ni para mí. Quedan aquí otros más, con la página web y los cierres, en un país donde todavía se tratan de cumplir los buenos tiempos de vida casi todos los días. Y yo aquí, de mirona, por las vueltas de la vida. Muchas palomitas para hoy, olas y olas de palomitas, y la más grande por escribirles aquí, pa' que recuerde después...

A lot of water under the bridge

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Madrid. Casi medianoche. Bar mexicano. Buena música. Plática ensordecedora y profunda. Afuera comienza a chispear. De repente las bocinas anuncian momento emotivo, que valdrá para ésta y para las demás noches, cuando no haya viajes en puerta. Porque en otro lado del mundo, en casa o en donde sea, le pediremos a nuestro Sam que por los viejos tiempos toque, pa' recordar y pa' sentir que todo ha cambiado entre un día y otro porque, como ellos, siempre tendremos nuestra ciudad...

Temperatura

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Por fin el frío parece ceder en las calles madrileñas. La gente se aligera y se adueña de las aceras, cada vez más luminosas. El bienestar se nota. La luz entra cada vez con más fuerza por mi balcón, me despierta, me aconseja a gritos que me levante de un salto y me ponga a vivir. En pocos días mis hombros y mis piernas sentirán sin empacho la luz del sol. Y ya tengo sueños puestos en Florencia, Roma, Marsella, Marrakesh, Valencia y lo que falta. Ya hasta mis nubes grises cayeron por su propio peso y ni se convirtieron en lluvia, qué mejor. ¿Qué más se le puede pedir a Madrid? Simpleza, simpleza.

Para ellas

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Leía Chesil Beach y encontré la versión de Ian McEwan (inglés, 1948) sobre qué es el enamoramiento para las mujeres, o por lo menos el primer enamoramiento. Me pareció interesante, por darle un adjetivo neutro y entendido por todos, y me surgió mucha curiosidad por saber qué tanto nosotras veíamos en el texto algo de nosotras. Ahora no explico mi experiencia, falta de tiempo –un gran café por Callao me espera–, pero no quería dejar de compartirles el fragmento a las chicas a mi alrededor, a ver si algo les mueve. Cualquier parecido con la realidad reclámenle a él, yo sólo reproduzco... Ah, prometo que es la última cita del día...


–¿Así que pensaste que era un flechazo? –dijo él. Su tono era desenfadado y burlón, pero ella optó por tomarle en serio. Las inquietudes que habría de afrontar estaban aún lejos, aunque algunas veces se preguntaba hacia dónde se estaba encaminando. Un mes atrás, se habían declarado mutuamente enamorados, y después de la emoción ella pasó una noche medio desvelada por el vago temor de haberse precipitado y desprendido de algo importante, de haber entregado algo que realmente no le pertenecía a ella misma. Pero fue algo tan interesante, tan nuevo, tan halagador y tan hondamente reconfortante que no pudo resistirse, y fue una liberación estar enamorada y declararlo, y no pudo evitar ir más lejos. […] Enamorarse era revelarse a sí misma lo extraña que era, la frecuencia con la que se enclaustraba en sus pensamientos cotidianos. Cada vez que Edward le preguntaba “¿Cómo te sientes?” o “¿Qué estás pensando?” ella siempre daba una respuesta forzada. ¿Tanto le había faltado descubrir que le faltaba un simple resorte mental que todo el mundo tenía, un mecanismo tan normal que nadie lo mencionaba siquiera, una inmediata conexión sensual con la gente y los sucesos, y con sus propias necesidades y deseos? Todos aquellos años había vivido aislada dentro de sí misma y, extrañamente, también aislada de sí misma, sin querer nunca mirar atrás ni atreverse a hacerlo. En la sala resonante de suelo de piedra y gruesas vigas bajas, sus problemas con Edward ya estuvieron presentes en los primeros segundos de su encuentro, en el primer intercambio de miradas.

Una noche en una fiesta...

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Estoy en la redacción. El tiempo transcurre lento lento cuando todos los ojos están puestos en un solo caso. Importante, sí, pero sólo uno entre tanta realidad. De repente, Catalina me regala un chocolate por la ventanita del GTalk, para que piense en mis temores y recuerde mis pláticas sui géneris con gente que dice conocerme pero que se ha sentado en mi sofá rojo una sola vez:


En tiempos en que todos ya somos tan sensatos y racionales la pasión es un lujo".



Astrid Hadad a Alma Guillermoprieto, 1993
Ahora no es el tiempo el que discurre, soy yo...

El presente y el futuro

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A few times in my life I've had moments of absolute clarity, when for a few brief seconds the silence drowns out the noise and I can feel rather than think, and things seem so sharp and the world seems so fresh. I can never make these moments last. I cling to them, but like everything, they fade. I have lived my life on these moments. They pull me back to the present, and I realize that everything is exactly the way it was meant to be.

George, A Single Man, Christopher Isherwood

En territorio luso

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Me hubiera gustado tenerte al lado para que reprodujeras en un dos por tres el azulejo luso. Para que pasaras al papel el azul y el crema, con el toque de otro mundo que tanto se te da. Así, con calma, para que te quedara como una de tantas obras de arte que te sacas de los dedos sin darte cuenta. Te hubiera encantado Porto, con sus callejones viejos para perderse un rato del mundo, y colores descarapelados y brillantes a la vez que te hacen sentir como en casa, una casa vieja y desvencijada que amenaza todo el tiempo con no estar al otro día pero que ofrece la certeza de durar siglos. Porque en sus callejones parecía que te encontrarías a la gente querida saliendo de un balcón, de una puerta de madera. Y el Douro, el Douro, con su doble vida, una la real y otra del reflejo. Estoy segura de que tú sí hubieras olido, hubieras saboreado, porque yo sólo observo, y callo. Ver en la noche los reflejos en la superficie del agua, con sus destellos, uffff, no sabes, tenías que estar ahí. Y luego el tren, el mar, las inmensas casas de verano, o de todo el año, y los sueños intermedios y los detalles de Saramago y el reflejo del sol y la periferia y la gente de tonos distintos que aparece y todo. Todo. Y luego Lisboa, y la llovizna, y el misterio. Porque Lisboa es una ciudad de misterio, donde sabes que se esconde algo más allá de los pisos ni ocupados ni rentados ni nada, de la gente con actitud caída y casi melancólica de lo que ya no pudo ser, como el hombre de la bebida verde-Vigor de la Pastelaria Lisboa, en Almirante Reis, la de todas las mañanas, o el de las insignias ya de la calle de Palma, que dirige el tráfico sin autos de su cabeza. Y Rossio y la Plaza del Comercio y las estatuas ecuestres y las palomas y las fuentes. ¿Dónde estabas? ¿Por qué te apareciste tan insistentemente? ¿Por qué? Y eso que no te he contado de Sintra, y de la caminata esforzada hacia la cima De los Moros y la neblina y la humedad. Y lo verde, lo verde. Me la pasé caminando siempre, porque me lo exigieron y porque pensaba más claro. Quizá por eso te apareciste. Por eso quería encontrarte un regalo digno, aunque no fuera Pessoa, y lo encontré, el Animalario. Pero no lo tendrás, por mi desidia ante Bairro Alto y las decisiones fáciles. Todo fue mágico. Te lo comparto acá, ya que tras una década de amistad he recibido tu segundo mensaje memorable, tras la canción que me enviaste de la pecera hace años. ¿La recuerdas? Te extrañé. Me hubiera gustado que sintieras la magia de la melancolía portuguesa. Hubieras cuidado de que mis tenis verdes no resbalaran en las banquetas. Para la otra, si el capricho no me gana...