Últimamente me encuentro muy ocupada, tanto que ni siquiera me preocupo por ver dónde estoy, qué suelo piso. Otras veces no me percato ni de lo que le digo a mi(s) interlocutor(es) aunque, siendo sincera, me pasa mucho más cuando camino, sola. Es que mi mente no está donde estaba antes, es decir, donde yo estoy. Se va a viajar, al pasado. Se ocupa tanto y a todas horas que ya llevo muchos días sin poder dormir bien, y la cabeza ya me explota. No lo hago porque quiero, aclaro. De hecho, preferiría estar donde estoy, no en el limbo. Pero no sé cómo hacerle. He contactado a todos mis gurús, los nacionales y extranjeros. He enviado correos desesperados buscando respuestas, líneas y líneas de casi súplicas, contando mi padecimiento, pero nadie sabe qué decirme. Los que saben de qué hablo, porque lo han vivido, no han podido regresar del limbo todavía. Los que no saben dicen que se me va a pasar, que es normal, que espere, que no pida milagros, que llevo un día en una realidad que era la de antes, aunque ya no soy la de antes. Yo peleo: no es por llegar al país que estoy así, llevo semanas con esto, todo el tiempo estoy muy ocupada. Porque esto es una ocupación, una gran ocupación, gran no por maravillosa sino porque ocupa espacio, pensamientos, que deberían estar libres para poder seguir tranquila, sin ansiedad ni insomnio ni nostalgia ni insatisfacción.
Esta ocupación que padezco tiene espacios-tiempos favoritos, en los que casi siempre me veo riendo... o llorando. Un piso en una cuarta planta sin elevador, con un reloj que siempre marca cuarto para las cuatro, así se vaya a caer el mundo, despertares musicales, carcajadas y llantos entre confidencias; un pizarrón blanco y poemas, en Ascao. Una redacción cálida, viva, con grandes periodistas. Unos arcos inmensos, un castillo, guantes, gorros y frío frío frío en Segovia. Unos ángeles de piedra, una vista y unas escaleras, primero frío y luego fuentes de colores y canciones de Disney, en Montjuïc. Una marinera rumana lesbiana, un noviazgo de una noche y ocho copas en León. Un barman barbudo, de ojos profundos, sillones rojos y confidencias junto al Duoro, en Oporto. Un bar en Granada con toques de Buñuel, gritos andaluces, ron y lo que siguió. Un césped junto a una torre inclinada en Pisa; tormentas, cuerpos perfectos, unas pizzas frente a Neptuno y Filippo Lippi, en Florencia. Un pueblo blanco en lo alto, Mojacar, a unos cuantos kilómetros del mar, una farmacia contra la gripe, un Loro Azul, cojines, una cama blanca, un balcón, un vestido morado y mis pies descalzos. Un beso casi robado en Sol y la victoria del Atleti. El mar azul de una cala, una bici y un video, un inglés bonachón y agua fría, en Mallorca. En Marsella, la granadina del Mónaco rojo, una playa helada, un primer té de menta, un fotógrafo, un puerto y una ilusión. Un atelier con la ventana perfecta, un jardín, una foto, un menú incomprensible con la mejor companía y un vino rosado sin precedentes, en Provenza. Una cena a media luz en Trastevere, donde sólo el amor y el desamor tenían cabida; una cama de menos, caminadas eternas y un refugio religioso, en Roma. Un auto chiquito chiquito en Sicilia, casetas de cobro de horror, ruinas griegas ocres, recuerdos no comprados y la pobreza total; la madrugada con Monsi, desilusión, una calle de mala muerte y Ernestito, en Palermo. Un mercado de pescado lleno de música en Essaoura, una playa sui géneris, un hombre con ojos de desierto y sangre caliente, Jimmy Hendrix y deseos reprimidos. Jugo de naranja, un dedo malo y sabores baratos y más deseos reprimidos, en Marrakech. Un bar y una vista en Montmartre, llanto inútil en Le Marais, jardines reales, una canción en el Sena y un beso antes del Metro. Un avión perdido. Café Tacuba y Jarabe de Palo en La Eliana, el mar más perfecto, fotos de topless y una explicación de las enfermedades, en Valencia. Un viernes caluroso, un helado y mi desilusión, otra vez. La Furia, festejo festejo festejo festejo rojo, espera de horas y caminata solitaria en la madrugada. Una cena japonesa. Una canción a capela. La primera noche de lágrimas, en mi balcón, noche de historia de la música y sorpresas. Una despedida sin dormir. Una cena en el Danubio, la perfección del Parlamento húngaro y sus guardias, y carcajadas. Una visa perdida, un viaje perdido, una esperanza perdida y confesiones tras horas de charla en un ático de Praga. Paredes pintadas, un menú japonés, un edificio mágico, DJs, actitudes novedosas con llanto incluido y una dolorosa carta, en Berlín. Bucarest sin visa, una última noche, parques y mentiras piadosas. La Barceloneta, más desilusiones, una cena de toros y una noche de brincos. Una cena italiana en Madrid, el último Pez Gordo, el último abrazo...
Todo eso, al mismo tiempo, sin ningún orden, dolorosísimo. A veces en blanco y negro, a veces a color. ¿Cuándo voy a tener tiempo de pensar en el ahora otra vez? Paul Auster, José María Ridao y Milan Kundera han apaciguado mi mente, pero por momentos, sólo mientras están conmigo. ¿Mientras? Si alguien sabe los pasos para superar las pérdidas que me lo diga porque, a pesar del prometedor futuro, mi nostalgia es infinita, hasta de lo que me dolió y creí que nunca más querría recordar. Hoy sólo tengo una canción, para andar sin pensamiento...
México. Día 1
¿Cómo es posible condenar algo fugaz? El crepúsculo de la desaparición lo baña todo con la magia de la nostalgia...
Milan Kundera
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Es la mejor reseña de un viaje que he leído, visto y escuchado. Tanto que casi la viví.
Ricardo Otero
1 de septiembre de 2010, 23:34