México. Día 30. Atardeceres
JC lo volvió a hacer...
Derivamos, entonces, por París, entrando en algún café a beber algo,
comprando raros bizcochos, averiguando precios de hoteles y pensiones por el
solo gusto de pensar qué bonito sería vivir en la rue du Bac o en la rue du
Seine o en la place Furstenberg. Vemos venir la tarde, sin conciencia del
tiempo; si hace gris, nos metemos en el Louvre, o en una iglesia, o exploramos
el Marais. Bien puedes imaginarte que el diálogo con Aurora me es aquí
particularmente delicioso; tiene una sensibilidad sin los arrebatos culpables de
la mía, y un sentido del humor que nos lleva a reírnos como dos adolescentes por
las cosas más absurdas. Como te imaginas, ya está organizado y crecido ese
maravilloso mundo de las frases-clave, de las alusiones con valor secreto, de
las coincidencias telepáticas, de los encuentros mágicos, de las coincidencias y
divergencias necesarias... Y leemos, y escribimos, y otro día de París queda a
la espalda. Pero ya el próximo pone sus deditos en la ventana...".
Aunque él tenía 39 para ese entonces...
En una semana
Y el entorno me ha tratado bien, me ha puesto colchoncitos para que mi aterrizaje paulatino a mi ahora no sea tan de sopetón. Logré ya recuperar mi identidad en el trabajo, los temas que me interesan, la gente a la que quiero entrevistar… La semana pasada tuve largas charlas con dos que saben lo que yo quiero saber. Se tomaron la molestia de explicarme despacito lo que se fue desintegrando de este país mientras yo estaba lejos. Me confirmaron, como siempre, que me falta mucho para saber y entender, me dejaron muchas dudas y retos intelectuales y me ofrecieron su ayuda para construir cosas en un futuro y poder publicarlas. Bendita profesión que tengo. También charlé y charlé con mis profes-amigos de lo importante, de cómo puedo reconfigurar mi vida sin que dejar de lado mi trabajo, porque ellos la comparten y saben de qué hablan. Les dije lo que me dolía sin reparos y me ofrecieron su objetividad. Me fue tan bien que hasta me regalaron unos chiles en nogada y un caso de corrupción. No podía pedirles más, pues me han formado desde que me conocieron. Encontré también, de nuevo, un compañero de aventuras diurnas y nocturnas a nueve casas de mi vida y con 22 años de antigüedad, nada complicado y muy apasionado por lo que hace, igual que yo, que trae la chispa por dentro y contagia aunque no quieras. En realidad fue más bien un reencuentro, pues nos alejamos porque sí, de esos alejamientos que ocurren porque la vida es cotidiana y ya y no pasan hasta que te das cuenta que pierdes mucho si no te acercas de nuevo. Con él me veo bien, estoy bien, completa y sin hipocresías, pues no tiene fantasmas en la cabeza. También me reencontré en un Sanborns cualquiera con la única hija que he tenido en la vida, y nuestros planes a futuro son tantos que me alegro de haber pasado por dolores para disfrutar ahora más nuestro estar juntas. Ella sola es un refugio para mí. Y ya comenzó la cuenta de las cenas a media luz en la Condesa con las amigas de la vida, donde las carcajadas y los apapachos no faltan, con las que puedo hacer planes para ir a Timbuctú o Bali o Taxco sabiendo que todo plan será tomado con la seriedad que implica saber que de eso depende nuestra felicidad en el corto plazo, porque así es. O el reencuentro en una cantina junto a Bellas Artes con las mujeres literarias que me marcaron por siempre, aunque no lo sepan, para retomar nuestros eternos debates en el Metro años atrás cuando yo aseguraba que terminaría una carrera en literatura y tendría la marca azul y oro, que tengo, pero sin título. Ya hay fechas para Bunbury y conciertos de jazz y pláticas de libros con ellas y más. Estoy llena de conciertos, mañana es el primero. Ya despedí también a amigos que se fueron a vivir su experiencia al otro lado del mundo, que regresarán como yo, con ganas de cambiar más allá de lo que creyeron, y más enamorados que como se fueron, lo sé. Más satisfecha por esto no puedo estar. Aunque sean lugares comunes, estoy llena.
Así, un huracán. Colores, voces, sentimientos de siempre. Me la he pasado sonriendo por el reconocimiento de lo que soy y he construido en estos 27 años. Pero lo más grande no ha sido esto, sino lo nuevo de lo que creía conocer. He ido descubriendo día a día, con gran emoción y nudos en la garganta, que la mamá que dejé no es la misma. Ahora la mujer que me encuentro todas las mañanas por la casa es más fuerte y decidida, con muchas horas de clases de tanatología e idas a misa y consultas a los vecinos en la espalda, toda una líder, una heroína que ya no tiene miedo de dejar volar a sus hijos porque ella ya vuela, sin necesidad de papá ni de nadie. Se hizo realidad uno de esos milagros con los que soñaba de niña y ni me di cuenta cuándo pasó. Quizá por eso, porque es un milagro. O ver a mi padre cada vez más seguido sorbiendo un café de El Popular, a pasos de la Catedral Metropolitana, el mejor café del mundo conocido por mí, sin duda. Me tenía que ir meses para que ambos nos diéramos cuenta de que nuestras charlas sobre López Obrador y el narcotráfico y la corrupción y la crisis económica y la injusticia y la pobreza y el béisbol son verdaderamente indispensables en nuestras vidas y tenemos que hacerlas con la mayor frecuencia posible porque si no México sería más caótico de lo que es, pues nosotros le damos orden al mundo cuando estamos juntos, charlando. Así de contundente es mi juicio. Sin duda el placer de las cosas sencillas es lo grandioso, lo que no había podido ver estos días por estar pensando en dolores…
Aunque todavía momentos muertos me carcomen el alma de vez en cuando, también tengo toquecitos de magia para mi cotidianeidad. No sé cómo describir lo que siento cuando encuentro mensajes del otro lado del mundo con impresiones sobre el Bicentenario mexicano o sobre la nueva peli de la Roberts, detalles de relaciones tormentosas, historias de apuestas por nuevos proyectos, recuerdos de recetas de cocina con duraznos o que Madrid ya huele a otoño. Saco chispas, no quepo en mí. O cuando encuentro fotos nuevas sobre lo vivido, ventanitas en color al pasado, no puedo sino sonreír y agradecer, aunque de repente el pecho sienta mucho peso. No he tenido mucho tiempo de escribir, de regresar los múltiples toques de magia como quisiera, pero lo haré, porque tengo mucho que contar. Primero, que poco a poco rehago mi camino, y mis planes ya no tiene fronteras…
Esta semana hasta he dado otro pasito para superar lo más pesado. He dejado claro lo que no quiero aquí, a pesar del dolor y el recuerdo. A la larga mi corazón me lo agradecerá. No dudo. Y hasta aquí por hoy, porque el Odis se levanta tempranísimo.
Ella me lo ha dicho siempre...
Sí, tenía toooda la razón. Pero aprendí la lección rapidito. Bueno, quizá vuelva a caer... pero ahorita no. Por eso sonrío.
México. Día 19.
El Bicentenario en el que creo
"A las cartas les hace bien el mar"
Me gusta escribir largo a los amigos porque es como una operación agresiva contra el tiempo, recortar en el tiempo París dos horas Buenos Aires. No sólo por gusto nostálgico -aunque eso esté, naturalmente- sino por lealtad a las cosas y a los seres definitivamente elegidos. La verdad es que quisiera contar muchas otras cosas, y que cierro cada carta con una pequeña sensación de estafa. Hay tanto aquí, cada día trae tal variedad de experiencias, que sólo un Swift sería capaz de registrarlas todas en una correspondencia. Y luego que el derroche de mi tiempo entraña el del tiempo ajeno, y no debo olvidarlo.Julio Cortázar en una carta al poeta y pintor Eduardo Jonquières, enero de 1952
Buenas nuevas
México. Día 1
Últimamente me encuentro muy ocupada, tanto que ni siquiera me preocupo por ver dónde estoy, qué suelo piso. Otras veces no me percato ni de lo que le digo a mi(s) interlocutor(es) aunque, siendo sincera, me pasa mucho más cuando camino, sola. Es que mi mente no está donde estaba antes, es decir, donde yo estoy. Se va a viajar, al pasado. Se ocupa tanto y a todas horas que ya llevo muchos días sin poder dormir bien, y la cabeza ya me explota. No lo hago porque quiero, aclaro. De hecho, preferiría estar donde estoy, no en el limbo. Pero no sé cómo hacerle. He contactado a todos mis gurús, los nacionales y extranjeros. He enviado correos desesperados buscando respuestas, líneas y líneas de casi súplicas, contando mi padecimiento, pero nadie sabe qué decirme. Los que saben de qué hablo, porque lo han vivido, no han podido regresar del limbo todavía. Los que no saben dicen que se me va a pasar, que es normal, que espere, que no pida milagros, que llevo un día en una realidad que era la de antes, aunque ya no soy la de antes. Yo peleo: no es por llegar al país que estoy así, llevo semanas con esto, todo el tiempo estoy muy ocupada. Porque esto es una ocupación, una gran ocupación, gran no por maravillosa sino porque ocupa espacio, pensamientos, que deberían estar libres para poder seguir tranquila, sin ansiedad ni insomnio ni nostalgia ni insatisfacción.
Esta ocupación que padezco tiene espacios-tiempos favoritos, en los que casi siempre me veo riendo... o llorando. Un piso en una cuarta planta sin elevador, con un reloj que siempre marca cuarto para las cuatro, así se vaya a caer el mundo, despertares musicales, carcajadas y llantos entre confidencias; un pizarrón blanco y poemas, en Ascao. Una redacción cálida, viva, con grandes periodistas. Unos arcos inmensos, un castillo, guantes, gorros y frío frío frío en Segovia. Unos ángeles de piedra, una vista y unas escaleras, primero frío y luego fuentes de colores y canciones de Disney, en Montjuïc. Una marinera rumana lesbiana, un noviazgo de una noche y ocho copas en León. Un barman barbudo, de ojos profundos, sillones rojos y confidencias junto al Duoro, en Oporto. Un bar en Granada con toques de Buñuel, gritos andaluces, ron y lo que siguió. Un césped junto a una torre inclinada en Pisa; tormentas, cuerpos perfectos, unas pizzas frente a Neptuno y Filippo Lippi, en Florencia. Un pueblo blanco en lo alto, Mojacar, a unos cuantos kilómetros del mar, una farmacia contra la gripe, un Loro Azul, cojines, una cama blanca, un balcón, un vestido morado y mis pies descalzos. Un beso casi robado en Sol y la victoria del Atleti. El mar azul de una cala, una bici y un video, un inglés bonachón y agua fría, en Mallorca. En Marsella, la granadina del Mónaco rojo, una playa helada, un primer té de menta, un fotógrafo, un puerto y una ilusión. Un atelier con la ventana perfecta, un jardín, una foto, un menú incomprensible con la mejor companía y un vino rosado sin precedentes, en Provenza. Una cena a media luz en Trastevere, donde sólo el amor y el desamor tenían cabida; una cama de menos, caminadas eternas y un refugio religioso, en Roma. Un auto chiquito chiquito en Sicilia, casetas de cobro de horror, ruinas griegas ocres, recuerdos no comprados y la pobreza total; la madrugada con Monsi, desilusión, una calle de mala muerte y Ernestito, en Palermo. Un mercado de pescado lleno de música en Essaoura, una playa sui géneris, un hombre con ojos de desierto y sangre caliente, Jimmy Hendrix y deseos reprimidos. Jugo de naranja, un dedo malo y sabores baratos y más deseos reprimidos, en Marrakech. Un bar y una vista en Montmartre, llanto inútil en Le Marais, jardines reales, una canción en el Sena y un beso antes del Metro. Un avión perdido. Café Tacuba y Jarabe de Palo en La Eliana, el mar más perfecto, fotos de topless y una explicación de las enfermedades, en Valencia. Un viernes caluroso, un helado y mi desilusión, otra vez. La Furia, festejo festejo festejo festejo rojo, espera de horas y caminata solitaria en la madrugada. Una cena japonesa. Una canción a capela. La primera noche de lágrimas, en mi balcón, noche de historia de la música y sorpresas. Una despedida sin dormir. Una cena en el Danubio, la perfección del Parlamento húngaro y sus guardias, y carcajadas. Una visa perdida, un viaje perdido, una esperanza perdida y confesiones tras horas de charla en un ático de Praga. Paredes pintadas, un menú japonés, un edificio mágico, DJs, actitudes novedosas con llanto incluido y una dolorosa carta, en Berlín. Bucarest sin visa, una última noche, parques y mentiras piadosas. La Barceloneta, más desilusiones, una cena de toros y una noche de brincos. Una cena italiana en Madrid, el último Pez Gordo, el último abrazo...
Todo eso, al mismo tiempo, sin ningún orden, dolorosísimo. A veces en blanco y negro, a veces a color. ¿Cuándo voy a tener tiempo de pensar en el ahora otra vez? Paul Auster, José María Ridao y Milan Kundera han apaciguado mi mente, pero por momentos, sólo mientras están conmigo. ¿Mientras? Si alguien sabe los pasos para superar las pérdidas que me lo diga porque, a pesar del prometedor futuro, mi nostalgia es infinita, hasta de lo que me dolió y creí que nunca más querría recordar. Hoy sólo tengo una canción, para andar sin pensamiento...