Otra semana

Hace unos minutos subí los 66 escalones que separan la calle de mi casa, que está en el cuarto piso de un edificio de cuatro plantas en Ascao, en Madrid. Decidí contarlos sólo por ocio, porque quiero tener otras cosas en la cabeza que sustituyan lo malo, lo que inesperadamente me recuerda que no todo puede ser rosa. Y a veces las fuerzas del universo ayudan. Como hace rato, en el Metro, cuando en algún momento entre Gran Vía y Ventas un hombre chaparrito, menudito, discreto, con pelo perfectamente arreglado, un pantalón negro de vestir y un chaleco caqui, entró al vagón y sacó una reluciente trompeta de plata para tocar, casi susurrar, Bésame mucho. No dijo una palabra, sólo tocó. Sé que era mexicano porque lo sé, y ya, no por su aspecto físico (no puedo todavía consignar nacionalidades por apariencias, y quizá nunca pueda, porque es algo que rechazo), ni por su forma de caminar, pausada y hasta apenada, ni por la manera de empuñar la trompeta mientras tocaba, hacia abajo, condescendiente, ni por su peinado ni por nada más, pero tuve la corazonada de que era un paisano, y me quedaré con esa impresión. O a lo mejor quiero que sea mexicano porque me hizo viajar en el tiempo desde que escuché el primer sonido. Dio el re inicial en mezzo piano e inmediatamente estaba 14 años atrás, en la Anexa a la Normal Superior de México, viendo a un rechoncho profesor Jorge Reyes que nos enseñaba con gran devoción a unos cuantos cómo interpretar bien música. Él era trompetista, y aunque había tenido educación formal para tocar en una sinfónica o en una banda, si mal no recuerdo, la vida lo había mandado por el camino complicado, pues había hueseado, es decir, tocado sin respetar regla musical alguna en lugares de mala muerte. Por eso sabía los vicios en los que un trompetista caía más fácilmente, bueno, cualquier instrumentista, incluyendo el de la flauta transversal, mi instrumento. Decía que si se soplaba mal y de más el sonido siempre iba a salir tronado, reventado, como de mariachi, que había que hacer mucho énfasis en las ligaduras y entrenar la lengua para respetar la justa medida de las notas, ni más ni menos, para tener un sonido claro, puro. Buen sonido, pues. Y el señor que vi hace unos minutos en el Metro tocaba como el maestro Jorge nos pedía, cuidado, con técnica, sin gritar. La sonoridad de Bésame mucho fue in crescendo, de escucharse como un mero rasguño al viento hasta apoderarse del vagón, con ligaduras y puntos sobre las notas bien marcados y todo. Y por si no fuera poco tocó la Lambada después, sólo para confirmarme que cualquier música puede hacerse sublime con ciertas interpretaciones. Y aunque nadie le dio un solo céntimo en el vagón (incluyéndome, estoy en la banca rota) él se vio grande en mis ojos, porque había logrado sacarme del ensimismamiento en el que iba.

Pero sería muy injusto decir que en estos días sólo ha habido malas noticias o malos descubrimientos sobre las personas. No. La semana pasada estuvo llena de milagros. Por investigar un estacionamiento que lleva años en construcción conocí en una calle de Extremadura a la sobrina española de la actriz que por 23 años encarnó en México a Doña Cleotilde, la Bruja del 71 del Chavo del Ocho, Angelines Fernández. Ahora, por escribir esto, me entero que Angelines participó en la Guerra Civil Española del lado de los republicanos y que aunque vivió muchos años en México nunca lo hizo como refugiada. “Era hermana de mi padre. Murió en 1994, allá en México, y por eso nosotros siempre hemos querido mucho a los mexicanos”, me dijo la otra Angelines, la sobrina, que lleva “orgullosamente” el mismo nombre que su tía. También por esa investigación conocí a Ernesto y a Milagros, una pareja de octagenarios de Bilbao que escucharon por casualidad por qué estaba en su calle y no dudaron en ayudarme. Me enseñaron la gran hospitalidad española, me invitaron a su piso y sin empacho me enseñaron toda la documentación que los relacionaba con el estacionamiento que investigaba, y hasta me contaron el gran drama familiar que vivió Esperanza a finales del año pasado por una negligencia médica. “Si necesitas copias avísame y yo te las llevo a El País, nosotros encantados de ayudarte”, repetía y repetía Ernesto, tras sus lentes de aumento. En la nota sale citado como Emilio, por un gran gran error mío. Todavía me da pena.

Pero no fue sólo eso lo grande de la semana pasada. También una tragedia, la caída de una mujer invidente entre dos vagones del Metro, me permitió conocer cómo se puede viajar en ese transporte a ciegas, del brazo –literalmente– de una persona invidente, José Pedro, trabajador del área de prensa de la Organización Nacional de Ciegos Españoles, la ONCE, como le dicen acá. Carlos, el fotógrafo, y yo nos sorprendíamos de lo que Jorge Pedro nos iba diciendo. Y es que nunca pensamos de verdad si se puede viajar bien. Aquí en Madrid la conclusión de Jorge Pedro es que sí, pero yo no pude deslindar ese trabajo de México. ¿Por qué yo nunca he tenido la curiosidad de ver la señalización para ciegos en el Metro allá, si todos los días viajo en él y viajaré, espero, muchos años más? Ahora cada vez que subo una escalera en el Metro siento el piso, ¡lo juro!

Y bueno, aún hubo más. El miércoles estreché la mano de Lula, todavía presidente de Brasil, en el Presidente Intercontinental de Paseo de la Castellana. Todos los Balboas estábamos felices de conocer a un político que tiene nuestro respeto. De verdad inspira, o por lo menos a mí me inspira, que estoy acostumbrada a mediocridad, corrupción y egolatría en la clase política. Y en la tarde, por los preparativos de la final de la Champions en Madrid, anduve por el Retiro casi todo el día sintiendo el ambiente futbolero. Y por eso conocí a Zidane, que se jugó una cascarita con chavitos de las fuerzas básicas del Real Madrid, el Bayern y una selección de jugadores jóvenes asíaticos, de Japón y Corea del Sur, específicamente. Me llevé una sorpresa: ni es viejo, como de repente se ve en las fotos, ni es feo, como siempre creí. Y tiene ese halo de grandeza que no puede con él. Apenas si pude sacarle unas fotitos, es que estaba tan admirada con su halo que ni supe qué tanto hice mientras lo tuve al alcance de mi mano. De eso no salió nota, bueno, sí, pero no de Zidane, sino de un padre director de un colegio que entrevisté al día siguiente porque había tenido tratos con el Real Madrid para prestar las instalaciones de la escuela, junto al Bernabéu, a al UEFA. Bueno, no prestar, arrendar. Enterarme de boca de un padre cómo negocia el Club Real Madrid y la UEFA fue interesantísimo, la verdad. Además, hacer esa historia me hizo rondar el Bernabéu muchas horas, entre fanáticos italianos, alemanes y españoles que querían ya ya ya que fuera la final. Además, encontré un gran café, donde venden las mejores galletas que he probado en Madrid, a unos pasos del estadio. O a lo mejor era el hambre, como dice mi madre, pero el semáforo que me comí ahí es la gloria.

Los milagros del periodismo diario continuaron hoy, que me tocó cubrir una manifestación de policías locales exigiendo que no les recortaran el salario –algo que el Consejo de Ministros español aprobó, a petición de Zapatero, como medida anticrisis para todos los funcionarios públicos–y la aprobación de un plan de jubilación anticipada “como los de la Guardia Civil, o la Policía Nacional, o los bomberos, porque nosotros hacemos el mismo trabajo”, me decía Aurelio, un agente de tránsito de Asturias que vino a Madrid hoy, bueno, ayer, por lo tarde, sólo para marchar. Por desgracia no saldrá nota en el impreso, sí en la web, pero la experiencia de conocer policías formados, tranquilos, que pueden aspirar a retirarse dignamente, no tiene precio para alguien que viene del país que yo vengo y a la que le ha dado por escribir allá sobre las muertes de policías por el narco y la inseguridad.

Y ya por hoy. Falta mucho que contar, con los encantos de Palma de Mallorca, que visité este fin de semana, pero el sueño me gana. Lo importante es que esto de la escritura me ha servido, otra vez, para recordar que no todo es rosa, sí, pero muchas cosas sí lo son, y mejor pensar en eso que en lo otro…

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