Tengo miedo de contarte, porque no sé si lo entenderás. Es la primera vez que tengo tanta conciencia del poder que me diste para moldear mi realidad sólo por haberme otorgado el lugar que ocupo desde que nací. Quizá, si te digo, me preguntarás que cuál es la diferencia de tener conciencia de eso, que tú siempre supiste que tarde o temprano entendería que los amaneceres siempre son amaneceres, que la tristeza desaparece cuando vas atrás de tu naturaleza y no al contrario y que luego viene la rabia, una rabia que te levanta a las cinco de la mañana y luego se convierte en sonrisa incluso antes de que salga el sol. Y sí, si me dices eso tendrás razón, porque ahora a veces sí veo la grandeza de su juntos y hasta las ventajas de su ahora. Y más. Todo se convierte en destellos. Como un cuento. Un cuento en el que los personajes son complejísimos, de colores, sabios, obstinados a veces y hasta amorosos a causa de sus errores y los míos. Personajes que hacen de mi vida un remolino porque me han forzado cada día a ser más yo. Y las historias, indescriptibles. Es una extraña plenitud. Y claro, ahora entiendo lo demás. Por eso cuando veías el drama, mi drama, callabas. Sólo tú sabías en lo que se convertiría ese dolor, dolor de niña, de capricho y de obstinación, de necia, esa ansiedad que todos deben pasar a su manera para entender la naturaleza de la necedad. Porque tú y sólo tú eras el que sabía el tamaño de las sombras, porque las habías creado, y sabías de las herramientas que me faltaba usar cada vez que me asegurabas con la confianza del universo que eso pasaría, que era una página y no el libro. Y lo lograste, lo lograron. Por eso, lo que sí sé que te voy a contar es el final. Ese lugar especial que crearon para mí me ha salvado, y ya sé que me salvará siempre. Mil gracias. Porque un día me desperté y tuve que aceptar, a pesar de mi nostalgia literaria y la flojera de levantarme, que soy feliz, y hasta en las tristezas y en el aburrimiento y en los corajes y en las constantes ganas de caminar hasta donde nadie me conozca mi vida tiene poesía. Eso. Vivo entre poesía como nunca. Aplausos.
Qué hacer...
Escribe Marcela Turati en su Facebook...
¿Qué vamos a hacer ante el crimen de Rubén y de Nadia? ¿Qué? Me preguntan, nos preguntan colegas y defensores de derechos humanos. Esta vez no se nos ocurre nada. Hoy se me acabó la imaginación. No sé si es porque todo se ve nublado, porque hoy no es día inteligente o por esa sensación de que ya lo hemos intentado todo. Hemos denunciado la situación convirtiendo en monótono nuestro muro de FB y hasta en los más altos foros internacionales (los enviados del gobierno acusándonos de mentirosas, las organizaciones internacionales no pasan de darnos palmadas en la espalda y condolencias), hemos marchado con ataúdes al hombro, hemos encabezado protestas --algunas festivas otras tragándonos las lágrimas--, hemos acompañado a colegas amordazados para que se animen a marchar o a visitar tumbas, hemos trabajado junto a relatores de derechos humanos, hemos realizado informes, actividades culturales (y también hemos boicoteado), subastas, colectas, cortometrajes, misiones de investigación de los crímenes, hemos dedicado años/vida desde que nos incomodó la conciencia, hemos publicado notas y reportajes y muchos y muchas veces... ¿Qué sigue? En el entierro de Rubén, aunque nos prometimos no dejar de pedir justicia, varios nos mirábamos como náufragos. ¿Qué sí funciona? Ya no sabemos.
Con el asesinato de Rubén se aseguraron de hacernos llegar varios mensajes paralizantes: No importa que no cubras notas policiacas cualquier tema incómodo está vedado// Pagarás si sales a la calle a pedir que no sigan silenciando a periodistas y a la gente que protesta// No importa el medio para el que trabajes ninguno te servirá como escudo// No huyas al DF porque hasta allí iremos a cazarte// No hace la diferencia que lo grites o denuncies en distintos medios o ante todas las organizaciones de defensa de la prensa o que las instituciones gubernamentales que deberían protegerte estén enterados de tu caso porque ningún mecanismo o estrategia o acción podrá salvarte del destino que te hemos marcado.
El mensaje fue recibido. Ahora nos fue entregado aquí, en la ciudad oasis en donde ese tipo de violencia no llegaba. Y además no mataron a cualquiera, torturaron y asesinaron al más valientes, al experto en seguridad, al de los ideales trabajados, a un poeta de la lente, a un incorruptible, a uno de los mejores.
Hoy fue desgarrador ver partir a los y las colegas (la mayoría jovencitos) que regresaban a Veracruz con los ojos hinchados, el horror en el rostro, la rabia atorada en la garganta, la dignidad bien puesta. ¿Nos volveremos a ver? ¿Será en otro entierro? ¿De quién? ¿Hacemos un De-tin-marín para especular y jugar a las probabilidades? Este año les ha tocado enterrar a tres amigos, el último apenas el mes pasado; desde 2012 se les rompió su burbuja y la muerte comenzó a cercarlos.
Tras escuchar a muchos colegas y ver llorar a amigos defensores estos tres días de pesadilla me quedé, o quizás nos quedamos, mascando preguntas incómodas. ¿Existe alguna fórmula para proteger a periodistas y defensores; a quién le toca; le importa a alguien? ¿En qué fallamos, por qué le fallamos? ¿Vencieron los cínicos, los corruptos y los silenciadores? ¿Seguimos simulando que algo funciona? ¿Existe una manera de mantener viva la esperanza y que no sea sofocada por tanta indignación? ¿Siempre vamos a ser tan poquitos los que salimos a las calles a pedir justicia; de plano estos crímenes no le calan a más gente? ¿Sirve de algo salir a las calles? ¿Erramos la estrategia? ¿Nunca se entenderá que con estos crímenes nos silencian a todos? ¿Algún día tocaremos ese anhelado fondo que pensábamos que tocábamos con Regina, luego con Goyo, luego con Moisés y con otros y otros? ¿Qué tiene que pasar para que llegue? ¿Es hora de empacar la solidaridad, abandonar la denuncia que nos dejó mudos, regresar a las redacciones vencidos --"te lo dije", dirán muchos colegas con un dejo de satisfacción-- y funcionar haciendo lo que se espera de nosotros? ¿El periodismo puro y duro será el escudo que estamos buscando? ¿Aunque maten a quienes toquen temas prohibidos? ¿Hacemos mejor un periodismo que no denuncia lo que cuesta la vida como me dijo alguien en el entierro? ¿Que pasará si nos silenciamos? ¿Será que ha llegado el momento de cambiar de país o de oficio o de vida? ¿Dinamitamos todo? ¿Construimos algo nuevo? ¿Se puede? ¿Con quién contamos?
*
(PD. No me duelo por mí, yo vivo en el oasis y soy la de menos riesgos, me duelo por todos, en especial por los compas veracruzanos que no se han dejado domesticar, quienes nos enseñan cada día lo que es la dignidad y a quienes sé que no debemos fallarles.
PD2. Hoy me di permiso para sentir y decir esto que que yo, que varios, sentimos. Lamento ocasionar molestias.)
The Journey
Y entonces llegó un poeta y le puso palabras a todo lo que había pasado en el último lustro... Y me salí de mí para verme... Verme ahora con la sudadera azul y el chai latte y el Boston contra Yankees... Y mis amaneceres y mis perros y mis desayunos largos y el cine y los viajes y mis conversaciones con los sabios y los queridos y las caminatas despacito y mis lecturas nocturnas y la música y mi periodismo y ver todo lo que ya empecé... Ver mi cabeza por dentro, donde cada vez entra más luz... Ver mi fortaleza, mi amor y mi agradecimiento... Ver mis ganas, mis ganas... No, no hay mejor cosa que la reimaginación... Es sólo entender que you are just arriving...
*****
"One of the difficulties of leaving a relationship is not so much, at the end, leaving the person themselves — because, by that time, you’re ready to go; what’s difficult is leaving the dreams that you shared together. And you know that somehow — no matter who you meet in your life in the future, and no matter what species of happiness you would share with them — you will never, ever share those particular dreams again, with that particular tonality and coloration. And so there’s a lovely and powerful form of grief there that is the ultimate of giving away but making space for another form of reimagination".
THE JOURNEY
Above the mountains
the geese turn into
the light again
Painting their
black silhouettes
on an open sky.
Sometimes everything
has to be
inscribed across
the heavens
so you can find
the one line
already written
inside you.
Sometimes it takes
a great sky
to find that
first, bright
and indescribable
wedge of freedom
in your own heart.
Sometimes with
the bones of the black
sticks left when the fire
has gone out
someone has written
something new
in the ashes of your life.
You are not leaving.
Even as the light fades quickly now,
you are arriving.
*****
"One of the difficulties of leaving a relationship is not so much, at the end, leaving the person themselves — because, by that time, you’re ready to go; what’s difficult is leaving the dreams that you shared together. And you know that somehow — no matter who you meet in your life in the future, and no matter what species of happiness you would share with them — you will never, ever share those particular dreams again, with that particular tonality and coloration. And so there’s a lovely and powerful form of grief there that is the ultimate of giving away but making space for another form of reimagination".
THE JOURNEY
Above the mountains
the geese turn into
the light again
Painting their
black silhouettes
on an open sky.
Sometimes everything
has to be
inscribed across
the heavens
so you can find
the one line
already written
inside you.
Sometimes it takes
a great sky
to find that
first, bright
and indescribable
wedge of freedom
in your own heart.
Sometimes with
the bones of the black
sticks left when the fire
has gone out
someone has written
something new
in the ashes of your life.
You are not leaving.
Even as the light fades quickly now,
you are arriving.
La ficha perdida / Juan Villoro
Al finalizar 2014, mi amigo Paco pasó por una historia que captura la fuerza y la arbitrariedad con que el tiempo cumple sus promesas.
En 1973, Paco era un baterista que había descubierto el ritmo aporreando las cacerolas de su madre y trataba de perfeccionarlo ante una batería Ludwig tan parchada como la historia nacional. Sabía hacer ruido con los objetos y guardar silencio con los amigos. Mientras nosotros hablábamos, él asentía como quien lleva el compás. Era tan raro que dijera algo que no olvidábamos sus comentarios. Una noche pronunció la palabra "anacrusa" y explicó su importancia en el jazz. Curiosamente, al hablar de las notas que preceden a una frase musical, definía nuestra situación: éramos una anacrusa, el prólogo de lo que seríamos.
Un día de esos que se marcan con plumón en el calendario, el destino llamó a su puerta en la forma del amigo de un amigo de un amigo que le ofrecía trabajo en Nueva York. Paco vendió su batería para comprarse una maleta y empacó ahí los sueños de una generación. Lo acompañamos al aeropuerto con un entusiasmo acrecentado por nuestras fantasías. Para nosotros, ese flaco con una bufanda, nerviosamente tejida por su madre y que le daba tres vueltas al cuello, era el borrador de una leyenda, un posible vínculo con Miles Davis.
Su estancia en Nueva York fue la de tantos músicos que viven cosas interesantes sin que eso signifique un éxito. Volvió con experiencias que le hubieran servido más a alguien conversador y un diploma que anunciaba su abandono de los tambores en favor de la ingeniería de sonido.
A veces las historias se entienden mucho después de haber sucedido. Paco regresó a Nueva York en diciembre de 2014 y descubrió algo en lo que no había pensado durante cuarenta años.
Cuando luchaba por sobrevivir en esa ciudad, prefería tocar a oír a otros músicos. Aun así, se aficionó a bajar las escaleras que conducían al cielo hundido del Village Vanguard y, sobre todo, se aficionó a la chica de los abrigos. En esa atmósfera nublada por el humo todo adquiría una condición evane-scente. La muchacha estaba y no estaba ahí; aislada en el guardarropa, no disfrutaba los prodigios que salían de las trompetas; pálida, inolvidablemente triste, cuidaba prendas sin cuerpos, brazos que no podían abrazarla.
Paco había jurado resistir el invierno con un suéter de Chiconcuac, pero se compró un abrigo para tocar los dedos que le entregaban una ficha. En sus tratos sentimentales -nunca escasos- mi amigo depende de que las mujeres aporten las palabras. No hubo ocasión de que la chica del guardarropa tomara la iniciativa. Ella fue para él una presencia inalcanzable y tenue, como las fases de la luna.
Cuando decidió volver a México, Paco le dirigió la palabra por primera vez, anunciando que se iba. Ella le dio un beso difícil de explicar, quizá motivado por la pasión, la lástima o la simple y asombrosa solidaridad humana.
En 2014, mi amigo volvió a oír jazz en un antro neoyorquino. Se dirigió al guardarropa y entregó un abrigo de pelo de camello, muy distinto al primero que tuvo, comprado en una bodega del Ejército de Salvación. Cuando quiso recogerlo a las dos de la madrugada, no encontró su ficha. Revisó sus bolsillos mientras la encargada lo miraba. Entonces supo por qué no podía hallar la contraseña. Cuarenta años atrás esa mujer había sido la luna.
Paco recordó que había dejado su celular en el abrigo. Si hacía una llamada, podrían saber cuál era el suyo. Ella le prestó su celular y Paco marcó los números con dedos de baterista. El teléfono sonó en el corazón del abrigo.
¿Qué podía decir cuarenta años después? Se limitó a dar las gracias, salió a la calle y el aire frío se hizo cargo de su rostro. A las pocas cuadras, se frotó el pecho y sintió un objeto. En el bolsillo de la camisa encontró la ficha de plástico. Por un momento pensó en regresar a devolverla, pero prefirió quedarse con ella, como una moneda para comprar el tiempo.
Hubiera sido bueno que en ese momento el celular volviera a sonar en el abrigo y fuera ella. Hubiera sido bueno que él le contara su historia. Pero no todas las cosas suceden.
El año se siguió acabando y Paco entendió que había ido a Nueva York a vivir un amor sin recompensa, digno de la música: "La oportunidad que perdí pero recuerdo", me dijo en el tono inolvidable de quien usa muy pocas palabras.
En 1973, Paco era un baterista que había descubierto el ritmo aporreando las cacerolas de su madre y trataba de perfeccionarlo ante una batería Ludwig tan parchada como la historia nacional. Sabía hacer ruido con los objetos y guardar silencio con los amigos. Mientras nosotros hablábamos, él asentía como quien lleva el compás. Era tan raro que dijera algo que no olvidábamos sus comentarios. Una noche pronunció la palabra "anacrusa" y explicó su importancia en el jazz. Curiosamente, al hablar de las notas que preceden a una frase musical, definía nuestra situación: éramos una anacrusa, el prólogo de lo que seríamos.
Un día de esos que se marcan con plumón en el calendario, el destino llamó a su puerta en la forma del amigo de un amigo de un amigo que le ofrecía trabajo en Nueva York. Paco vendió su batería para comprarse una maleta y empacó ahí los sueños de una generación. Lo acompañamos al aeropuerto con un entusiasmo acrecentado por nuestras fantasías. Para nosotros, ese flaco con una bufanda, nerviosamente tejida por su madre y que le daba tres vueltas al cuello, era el borrador de una leyenda, un posible vínculo con Miles Davis.
Su estancia en Nueva York fue la de tantos músicos que viven cosas interesantes sin que eso signifique un éxito. Volvió con experiencias que le hubieran servido más a alguien conversador y un diploma que anunciaba su abandono de los tambores en favor de la ingeniería de sonido.
A veces las historias se entienden mucho después de haber sucedido. Paco regresó a Nueva York en diciembre de 2014 y descubrió algo en lo que no había pensado durante cuarenta años.
Cuando luchaba por sobrevivir en esa ciudad, prefería tocar a oír a otros músicos. Aun así, se aficionó a bajar las escaleras que conducían al cielo hundido del Village Vanguard y, sobre todo, se aficionó a la chica de los abrigos. En esa atmósfera nublada por el humo todo adquiría una condición evane-scente. La muchacha estaba y no estaba ahí; aislada en el guardarropa, no disfrutaba los prodigios que salían de las trompetas; pálida, inolvidablemente triste, cuidaba prendas sin cuerpos, brazos que no podían abrazarla.
Paco había jurado resistir el invierno con un suéter de Chiconcuac, pero se compró un abrigo para tocar los dedos que le entregaban una ficha. En sus tratos sentimentales -nunca escasos- mi amigo depende de que las mujeres aporten las palabras. No hubo ocasión de que la chica del guardarropa tomara la iniciativa. Ella fue para él una presencia inalcanzable y tenue, como las fases de la luna.
Cuando decidió volver a México, Paco le dirigió la palabra por primera vez, anunciando que se iba. Ella le dio un beso difícil de explicar, quizá motivado por la pasión, la lástima o la simple y asombrosa solidaridad humana.
En 2014, mi amigo volvió a oír jazz en un antro neoyorquino. Se dirigió al guardarropa y entregó un abrigo de pelo de camello, muy distinto al primero que tuvo, comprado en una bodega del Ejército de Salvación. Cuando quiso recogerlo a las dos de la madrugada, no encontró su ficha. Revisó sus bolsillos mientras la encargada lo miraba. Entonces supo por qué no podía hallar la contraseña. Cuarenta años atrás esa mujer había sido la luna.
Paco recordó que había dejado su celular en el abrigo. Si hacía una llamada, podrían saber cuál era el suyo. Ella le prestó su celular y Paco marcó los números con dedos de baterista. El teléfono sonó en el corazón del abrigo.
¿Qué podía decir cuarenta años después? Se limitó a dar las gracias, salió a la calle y el aire frío se hizo cargo de su rostro. A las pocas cuadras, se frotó el pecho y sintió un objeto. En el bolsillo de la camisa encontró la ficha de plástico. Por un momento pensó en regresar a devolverla, pero prefirió quedarse con ella, como una moneda para comprar el tiempo.
Hubiera sido bueno que en ese momento el celular volviera a sonar en el abrigo y fuera ella. Hubiera sido bueno que él le contara su historia. Pero no todas las cosas suceden.
El año se siguió acabando y Paco entendió que había ido a Nueva York a vivir un amor sin recompensa, digno de la música: "La oportunidad que perdí pero recuerdo", me dijo en el tono inolvidable de quien usa muy pocas palabras.
Juan Villoro
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