Al finalizar 2014, mi amigo Paco pasó por una historia que captura la fuerza y la arbitrariedad con que el tiempo cumple sus promesas.
En 1973, Paco era un baterista que había descubierto el ritmo aporreando las cacerolas de su madre y trataba de perfeccionarlo ante una batería Ludwig tan parchada como la historia nacional. Sabía hacer ruido con los objetos y guardar silencio con los amigos. Mientras nosotros hablábamos, él asentía como quien lleva el compás. Era tan raro que dijera algo que no olvidábamos sus comentarios. Una noche pronunció la palabra "anacrusa" y explicó su importancia en el jazz. Curiosamente, al hablar de las notas que preceden a una frase musical, definía nuestra situación: éramos una anacrusa, el prólogo de lo que seríamos.
Un día de esos que se marcan con plumón en el calendario, el destino llamó a su puerta en la forma del amigo de un amigo de un amigo que le ofrecía trabajo en Nueva York. Paco vendió su batería para comprarse una maleta y empacó ahí los sueños de una generación. Lo acompañamos al aeropuerto con un entusiasmo acrecentado por nuestras fantasías. Para nosotros, ese flaco con una bufanda, nerviosamente tejida por su madre y que le daba tres vueltas al cuello, era el borrador de una leyenda, un posible vínculo con Miles Davis.
Su estancia en Nueva York fue la de tantos músicos que viven cosas interesantes sin que eso signifique un éxito. Volvió con experiencias que le hubieran servido más a alguien conversador y un diploma que anunciaba su abandono de los tambores en favor de la ingeniería de sonido.
A veces las historias se entienden mucho después de haber sucedido. Paco regresó a Nueva York en diciembre de 2014 y descubrió algo en lo que no había pensado durante cuarenta años.
Cuando luchaba por sobrevivir en esa ciudad, prefería tocar a oír a otros músicos. Aun así, se aficionó a bajar las escaleras que conducían al cielo hundido del Village Vanguard y, sobre todo, se aficionó a la chica de los abrigos. En esa atmósfera nublada por el humo todo adquiría una condición evane-scente. La muchacha estaba y no estaba ahí; aislada en el guardarropa, no disfrutaba los prodigios que salían de las trompetas; pálida, inolvidablemente triste, cuidaba prendas sin cuerpos, brazos que no podían abrazarla.
Paco había jurado resistir el invierno con un suéter de Chiconcuac, pero se compró un abrigo para tocar los dedos que le entregaban una ficha. En sus tratos sentimentales -nunca escasos- mi amigo depende de que las mujeres aporten las palabras. No hubo ocasión de que la chica del guardarropa tomara la iniciativa. Ella fue para él una presencia inalcanzable y tenue, como las fases de la luna.
Cuando decidió volver a México, Paco le dirigió la palabra por primera vez, anunciando que se iba. Ella le dio un beso difícil de explicar, quizá motivado por la pasión, la lástima o la simple y asombrosa solidaridad humana.
En 2014, mi amigo volvió a oír jazz en un antro neoyorquino. Se dirigió al guardarropa y entregó un abrigo de pelo de camello, muy distinto al primero que tuvo, comprado en una bodega del Ejército de Salvación. Cuando quiso recogerlo a las dos de la madrugada, no encontró su ficha. Revisó sus bolsillos mientras la encargada lo miraba. Entonces supo por qué no podía hallar la contraseña. Cuarenta años atrás esa mujer había sido la luna.
Paco recordó que había dejado su celular en el abrigo. Si hacía una llamada, podrían saber cuál era el suyo. Ella le prestó su celular y Paco marcó los números con dedos de baterista. El teléfono sonó en el corazón del abrigo.
¿Qué podía decir cuarenta años después? Se limitó a dar las gracias, salió a la calle y el aire frío se hizo cargo de su rostro. A las pocas cuadras, se frotó el pecho y sintió un objeto. En el bolsillo de la camisa encontró la ficha de plástico. Por un momento pensó en regresar a devolverla, pero prefirió quedarse con ella, como una moneda para comprar el tiempo.
Hubiera sido bueno que en ese momento el celular volviera a sonar en el abrigo y fuera ella. Hubiera sido bueno que él le contara su historia. Pero no todas las cosas suceden.
El año se siguió acabando y Paco entendió que había ido a Nueva York a vivir un amor sin recompensa, digno de la música: "La oportunidad que perdí pero recuerdo", me dijo en el tono inolvidable de quien usa muy pocas palabras.
En 1973, Paco era un baterista que había descubierto el ritmo aporreando las cacerolas de su madre y trataba de perfeccionarlo ante una batería Ludwig tan parchada como la historia nacional. Sabía hacer ruido con los objetos y guardar silencio con los amigos. Mientras nosotros hablábamos, él asentía como quien lleva el compás. Era tan raro que dijera algo que no olvidábamos sus comentarios. Una noche pronunció la palabra "anacrusa" y explicó su importancia en el jazz. Curiosamente, al hablar de las notas que preceden a una frase musical, definía nuestra situación: éramos una anacrusa, el prólogo de lo que seríamos.
Un día de esos que se marcan con plumón en el calendario, el destino llamó a su puerta en la forma del amigo de un amigo de un amigo que le ofrecía trabajo en Nueva York. Paco vendió su batería para comprarse una maleta y empacó ahí los sueños de una generación. Lo acompañamos al aeropuerto con un entusiasmo acrecentado por nuestras fantasías. Para nosotros, ese flaco con una bufanda, nerviosamente tejida por su madre y que le daba tres vueltas al cuello, era el borrador de una leyenda, un posible vínculo con Miles Davis.
Su estancia en Nueva York fue la de tantos músicos que viven cosas interesantes sin que eso signifique un éxito. Volvió con experiencias que le hubieran servido más a alguien conversador y un diploma que anunciaba su abandono de los tambores en favor de la ingeniería de sonido.
A veces las historias se entienden mucho después de haber sucedido. Paco regresó a Nueva York en diciembre de 2014 y descubrió algo en lo que no había pensado durante cuarenta años.
Cuando luchaba por sobrevivir en esa ciudad, prefería tocar a oír a otros músicos. Aun así, se aficionó a bajar las escaleras que conducían al cielo hundido del Village Vanguard y, sobre todo, se aficionó a la chica de los abrigos. En esa atmósfera nublada por el humo todo adquiría una condición evane-scente. La muchacha estaba y no estaba ahí; aislada en el guardarropa, no disfrutaba los prodigios que salían de las trompetas; pálida, inolvidablemente triste, cuidaba prendas sin cuerpos, brazos que no podían abrazarla.
Paco había jurado resistir el invierno con un suéter de Chiconcuac, pero se compró un abrigo para tocar los dedos que le entregaban una ficha. En sus tratos sentimentales -nunca escasos- mi amigo depende de que las mujeres aporten las palabras. No hubo ocasión de que la chica del guardarropa tomara la iniciativa. Ella fue para él una presencia inalcanzable y tenue, como las fases de la luna.
Cuando decidió volver a México, Paco le dirigió la palabra por primera vez, anunciando que se iba. Ella le dio un beso difícil de explicar, quizá motivado por la pasión, la lástima o la simple y asombrosa solidaridad humana.
En 2014, mi amigo volvió a oír jazz en un antro neoyorquino. Se dirigió al guardarropa y entregó un abrigo de pelo de camello, muy distinto al primero que tuvo, comprado en una bodega del Ejército de Salvación. Cuando quiso recogerlo a las dos de la madrugada, no encontró su ficha. Revisó sus bolsillos mientras la encargada lo miraba. Entonces supo por qué no podía hallar la contraseña. Cuarenta años atrás esa mujer había sido la luna.
Paco recordó que había dejado su celular en el abrigo. Si hacía una llamada, podrían saber cuál era el suyo. Ella le prestó su celular y Paco marcó los números con dedos de baterista. El teléfono sonó en el corazón del abrigo.
¿Qué podía decir cuarenta años después? Se limitó a dar las gracias, salió a la calle y el aire frío se hizo cargo de su rostro. A las pocas cuadras, se frotó el pecho y sintió un objeto. En el bolsillo de la camisa encontró la ficha de plástico. Por un momento pensó en regresar a devolverla, pero prefirió quedarse con ella, como una moneda para comprar el tiempo.
Hubiera sido bueno que en ese momento el celular volviera a sonar en el abrigo y fuera ella. Hubiera sido bueno que él le contara su historia. Pero no todas las cosas suceden.
El año se siguió acabando y Paco entendió que había ido a Nueva York a vivir un amor sin recompensa, digno de la música: "La oportunidad que perdí pero recuerdo", me dijo en el tono inolvidable de quien usa muy pocas palabras.
Juan Villoro
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