Fragmentos de sábado

I

Temprano, siete de la mañana. Dice Alberto Chimal que comenzó leyendo los libros que estaban debajo de los muebles de su casa, en Toluca, la ciudad "del corredor industrial y los clanes de políticos". Que pertenece "a las últimas generaciones que pasaron su infancia entera como rehenes de Televisa, que entonces parecía un brazo del Estado mexicano y no al revés: como todos, veía lo que había porque no había más que ver". Me identifico, aunque en mi caso los pocos libros que había en casa estaban (están) en un pequeño estante -yo todavía no los leo todos-; la tele sí, igual que él. También en lo que dice del verdadero aprendizaje, ese que te ayuda cuando estás partido de llorar -o de aguantarte de llorar ad infinitum-, cuando caminas por las calles como zombi, seguro de haber fracasado en el día, en el mes, en la vida. "Lo que más me enorgullece de mis aprendizajes lo hice solo, sin guía, cuando nadie estaba mirando". Eso le enseñó a persistir. Inalcanzable palabra para mí. Yo creo eso del conocimiento, me hizo creer en eso con su texto. Ya nada más me falta recordar cuándo fue, qué estaba aprendiendo cuando nadie miraba, para correr a la memoria y rescatar. Rescatar lo que quiero al puro estilo del hombre-empleado del Metro Tacuba del martes a las 8:15 am, que gritaba a todo pulmón en el área de mujeres en un andén lleno -infestado de personas, no recuerdo algo así en mi vida de viajera de Metro, seis, siete líneas de humanos ante las vías-. "Déme la mano, démela o se queda adentro". Eso gritaba mientras se acercaba lo que más podía -un milímetro más- a las vías, cuando llegaba el tren y abrían las puertas del vagón atascado de féminas. Entonces la(s) mujer(es) se aferraban a la mano del extraño que les gritaba al exterior y las jalaba, las rescataba con fuerza de la marabunta, mientras decenas trataban de entrar a un vagón donde no cabía nada, ni aire. Así, así tengo que rescatar del vagón de mi recuerdo el conocimiento que adquirí cuando nadie estaba viendo. Nada más me falta saber cuál es.

II

Cuatro de la tarde, quizá más. Bolívar y Madero, Centro Histórico. En la esquina más cercana al Burguer King hay un bolero y un cantante. Se distinguen -los distingo- porque son los únicos que no se mueven en medio de tanta gente, tanto bullicio. Yo me acerco a esa esquina para cruzar la calle. Espero a que el verde para peatones aparezca. El bolero, hombre mayor, más de sesenta, con poco pelo, está sentado en su banquito, frente a su taburete de trabajo, sin cliente. Escucha el canto de su vecino con una mirada perdida, de las que sólo permiten mirar para dentro y que me recuerda otra mirada que vi hace un par de semanas, de la que tengo que escribir. El cantante, hombre canoso y alto, de unos setenta años, está recargado en el muro del Burguer -atascado de gente como todo Madero peatonal y como todo el centro en sábado-, sostiene con su mano derecha un micrófono negro conectado a una de esas mochilitas de vendedores de piratería musical en el Metro, que tienen su bocina integrada y todo lo demás para ser un buen vendedor ilegal, ágil ante cualquier vigilante molesto. La mochilita la carga no en la espalda, sino en el pecho. Pero este cantante no puede ser tan ágil, pues usa bastón, bastón que cuelga de una cuerdita atada a su muñeca derecha, la misma del micrófono. Bastón de ciego porque las cataratas le han carcomido los ojos, y no ve ya. Tiene los ojos azules azules que yo temía que mi padre tuviera cuando le diagnosticaron cataratas hace unos cuantos años, pero llegaron las operaciones con láser y la pesadilla se me quitó. El hombre canta bajito, nadie lo escucha entre el bullicio, canta y sostiene con la mano izquierda su vaso amarillo para las monedas, vacío. Vasito que trata de acercar a todos los peatones que se acercan, no por curiosidad, sino porque tiene que pasar, y ya. Cuidado / cuando me tengas que dejar a un lado / piensa que el mundo seguirá girando / y alguna vez acabarás llorando... Con una voz clara, no tanto como la de José José -con el único que yo había escuchado esa canción- pero más sentida, casi susurro. Canta bonito. Yo busco monedas y me pongo nerviosa, con ese nerviosismo que me da cuando ya sé que no controlo los ojos y que todos a mi alrededor se darán cuenta que otra vez sentí algo que está de más, pero no para mí. Coloco tres monedas en el vasito amarillo, cuatro pesos, y cuando ya mis ojos van a explotar me doy cuenta de que un hombre, parado muy cerca al taburete del bolero, me observa descaradamente, y me dice con la mirada "Yo sé qué sientes, la escena también es muy desoladora para mí". Mi cómplice del día.

III

Siete de la noche. Ante un repleto Salón de Actos de Minería, el Maestro Miguel Ángel Granados Chapa (nunca olvidar el título de Maestro) agradece al auditorio su interés por la presentación del libro de Jenaro Villamil, El sexenio de Televisa. Durante una hora completa el Maestro cuenta por qué a todos debe interesarnos si Azárraga-Salinas Pliego-Slim se pelean, por qué Televisa no quiere a Dish y por qué Tv Azteca odia las tarifas de interconexión. Alaba a Villamil y su volumen y su lucha, que lo ha convertido, junto con Carmen Aristegui, en enemigo emérito de Televisa y sus ilegalidades. Así, literal, "enemigo emérito". En momentos pierdo el discurso, porque vuelo y recuerdo que cuando subía las escaleras para el Salón de Actos (tras formarme media hora, porque había mucho interés en la presentación) vi un lienzo blanco de In Memoriam colgado del techo, donde todos pueden verlo, que menciona a los grandes que se fueron hace poco, los Carlos, Monsiváis y Montemayor, Germán Dehesa, Bolívar Echeverría. Y mientras el Maestro continúa en el Salón de Actos, en el primer piso, hablando de las formas de burlar la ley en este país, yo vuelo y recuerdo que justo fue en el Palacio de Minería, en el inicio de las escaleras, abajo, la última vez que vi a Monsi, precisamente del brazo de Villamil. ¿Hace dos, tres años? Ya no podía caminar bien y Jenaro lo ayudaba. Todos lo reconocíamos -esas canas revueltas, esos lentes, ese cuerpo-, y en una especie de acto de total respeto, el que se ve sólo para los grandes grandes, todos le abríamos paso y lo saludábamos y le decíamos Maestro. Y regreso al Salón de Actos y el Maestro Granados Chapa continúa describiendo a un público comprometido lo que cambió. Que antes Azcárraga Milmo era un soldado del presidente y ahora Calderón es un soldado de la televisora (Chimal). Y me vuelvo a ir y recuerdo esa madrugada de junio en Palermo, Sicilia, cuando sonó mi móvil (no mi celular) y era mi madre llorando porque se había muerto Monsi, la única vez que mi madre me llamó en el viaje, la anécdota que no me canso de contar porque dice tanto de nuestra cursilería familiar. Y las dos sufriendo ese día, una en México con Odín como paño de lágrimas y yo solita, sin paño de lágrimas, en Sicilia. Y regreso y el Maestro Granados Chapa continúa con su descripción meticulosa -como todas sus descripciones- de la impunidad de los monopolios. Salgo antes de la sala porque Élmer Mendoza estaba ya hablando en otro salón. Una hora más tarde paso por la puerta del Salón de Actos y Villamil continúa firmando libros, 11 personas esperando. No lo pienso. Bajo escaleras brincando. Corro al local de Random House Mondadori, compro El sexenio de Televisa antes de que cierren, la última venta, porque ya pasa de las nueve. Subo escaleras y me formo, la última que le pide firma. Y quiero contarle lo de Monsi, pero no puedo hablar. Le agradezco la dedicatoria de colega y le agradezco mentalmente por hacerse acompañar de Maestros. Y me voy.

IV

Intermezzo. Élmer está feliz. Cuenta ante unas cincuenta personas -y varias sillas vacías- por qué le inventó más aventuras al Zurdo Mendieta. Yo traigo La prueba del ácido en la bolsa, para que me la firme. Élmer ríe y sonríe y hace aspavientos con los brazos y cuenta que su principal reto es hacer un libro distinto, con episodios distintos del Zurdo, y cuenta también del narcotráfico como el contexto y no la trama en Culiacán, su ciudad natal, y por qué hay que escribir esa historia, la de la vida en zona narca. Al final de la charla hay que salir de la Galería de Rectores para que la cierren. Los que queremos firma a seguirlo al local de Tusquets. Salimos. Pasa el intermedio de Villamil y la carrera y la compra. Regreso a Tusquets. También soy la última firma de Élmer, quien pregunta santo y seña de mi nombre, raro de escribir. Lo único que atino a decirle es que lo entrevisté hace un par de años, por su colección de cuentos Firmado con un kleenex. Obvio no recuerda nada. Le agradezco y me aprieta la mano fuerte. Salgo de Minería. Por las prisas del regreso, leo la dedicatoria hasta que voy en el Turibús, sentada. "Para Jésica Zermeño que ha llegado muy plantada, como si acabara de ganar un premio. Felicidades. DF, feb 2011". Claro, tengo su firma.

V

Colofón: Avenida Juárez cerrada para las bicis, algunas con lucecitas muy monas (pienso que daría mucho por disfrutar esa imagen con él, y tengo la certeza por segundos que no viviré algo tan puro como los años con él, como muchos me han dicho, y duele). Concha Buica desde Madrid-Santiago, y sueño, mucho sueño. Tengo que aprovechar que tengo sueño. Fin del sábado, de un sábado que reconcilia.

2 réplicas :: Fragmentos de sábado

  1. "cuando ya sé que no controlo los ojos y que todos a mi alrededor se darán cuenta que otra vez sentí algo que está de más, pero no para mí"

    Así eres mujer... con unos ojos que dicen todo de ti.

    Gracias por volver, gracias por compartir.

    Atte.
    Tu lectora que reclamó en el pasillo tu ausencia.

  2. Qué disfrutable lectura! Con un toque fresco y melancólico... gracias! :D Beck

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