Hay un lugar en el mundo donde el Metro está tan cerquita del mar que cuando sales de él la nariz se te llena del pescado fresco que venden todas las mañanas justo allí, a un paso de la entrada del subterráneo, en puestos improvisados que aparecen cuando se pone el sol y desaparecen a media tarde, pero el olor se queda todo el día, haya o no viento. Un lugar con hermosas calles grises, desordenadas, sucias, y algunas, las más suertudas, con escaleras formidables hacia ningún lado, calles cuyas banquetas están marcadas con postes bajos y negros, señales únicas del sendero por donde hay que ir. Con edificios altos color ocre y sepia y esculturas incrustadas, que tratan de escapar de lo que ya no es, reminiscencias de un pasado mejor, grandioso, y balcones con herrajes oxidados por el estar diario sin gloria. Un lugar donde los mendigos te llaman madame o monsieur mientras alargan su mano para pedirte una moneda, que quizá han pedido igual desde el inicio de los tiempos modernos a griegos, romanos, visigodos, otomanos y hasta nazis; hoy, a africanos, musulmanes, africanos-musulmanes y a los galos, por supuesto. Un lugar que expele vida en las coloridas burkas de las mujeres que la caminan, en los rumores en lenguas exóticas que se escuchan en las cafeterías de los callejones sin turistas, donde los hombres te ven sin parpadear, con mirada profunda, de reto. Una ciudad donde los grandes tratos pueden hacerse en un paseo cualquier tarde junto al Fort Saint-Jean, entre botellas de alcohol y un exquisito té de menta con piñones, o en un escondite de la estación de tren, que corona una loma sui géneris y desprende un tufo a amoniaco que se confunde con el olor de McDonalds y de los bocadillos de quesos perfectos. Una ciudad sin intentos hipócritas de ser refinada y culta, como sus vecinas. ¿Para qué? ¿Para opacar todo lo que de verdad se es en aras de lo conveniente?
De Marsella me quedo con todo esto, y más. Con sonidos nocturnos estruendosamente broncos; con una cortina de encaje color perla que me hace imaginar lo que no se puede decir; con lo sedoso del cabello de muñeca vieja; con un vaso de Mónaco; con Cassis y su agua de mar fría fría fría, su chiringuito de techo de ramas y las reflexiones sobre el amor; con una ensalada de calamares, la receta de una sopa de pescado y una lámpara blanca; con el sueño de las calles de Provenza, las ventanas irreales de Cézanne y la plática impredecible, de lujo, sin más. Me quedo con todo esto, sí, y guardo como tesoro más preciado las miradas que me acompañaron, insustituibles. Otra grata sorpresa que se guardará, inevitablemente, en el cajón de mis nostalgias de mañana.
De Marsella me quedo con todo esto, y más. Con sonidos nocturnos estruendosamente broncos; con una cortina de encaje color perla que me hace imaginar lo que no se puede decir; con lo sedoso del cabello de muñeca vieja; con un vaso de Mónaco; con Cassis y su agua de mar fría fría fría, su chiringuito de techo de ramas y las reflexiones sobre el amor; con una ensalada de calamares, la receta de una sopa de pescado y una lámpara blanca; con el sueño de las calles de Provenza, las ventanas irreales de Cézanne y la plática impredecible, de lujo, sin más. Me quedo con todo esto, sí, y guardo como tesoro más preciado las miradas que me acompañaron, insustituibles. Otra grata sorpresa que se guardará, inevitablemente, en el cajón de mis nostalgias de mañana.
Un post que me pinta la ciudad de manera más hermosa que las bellas fotos que me enseñaste...
Nuna
2 de junio de 2010, 5:24