El video del fin de semana

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Para sonreír todo el tiempo...


Atardeceres

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La tarde no podía ser mejor. El sol brillaba, pero no comía la piel, y el viento refrescaba sin despeinar. Estaban en silencio, sólo ellos. Era la primera vez que se encontraban totalmente solos desde que se conocieron. De repente él comenzó a hablar, pausadamente, para ella. Olvidémonos de Norteamérica y Sudamérica y de su futuro, olvidémonos de todos. Si aceptas, te regalo parte de mi sueño y nos quedamos aquí. Encontraremos un lugar donde dormir que tenga una ventaja por pared, para que lo oloroso de lo verde entre por las mañanas, incluso antes que la luz. Quedémonos aquí, aunque la arena de la playa no sea fina, así, al sentirla, nos recordará que estamos tocando el suelo y esto es real. Dejemos que todos vuelvan y quedémonos aquí, aunque no conozcamos la lengua, y te prometo que si aceptas te toco la mano por primera vez, sin discursos de pretexto, y hasta te digo lo que veo en tu cabello y lo que me haces sentir cuando me ves, o cuando te leo. Quedémonos aquí, vas a ver que si estamos juntos se nos olvida rápido que veníamos con recuerdos, y te prometo que te hago fuegos artificiales, como los que te conté la otra noche. ¿Lo recuerdas? Ella se quedó como piedra, con todo y vestido de florecitas. Desde la primera vez que lo escuchó hablar soñó con el momento en que le dijera algo más que lo convencional, y ahora que él lo hacía se le acababan las fórmulas para reaccionar. Entonces le dieron unas ganas endemoniadas de tocarle la cara con las dos manos y besarlo de una vez por todas, para ver a qué sabía. Y el sentimiento de bola en el estómago que apareció cuando lo descubrió mirándola desde su lente se hizo más grande, y hasta le tapó la garganta. Pero cerró los ojos, respiró profundo la brisa de mar y se recuperó, hasta que pudo contestarle. Hagamos todo lo que podamos ahora, no necesito ni la costa ni la gran ventana ni nada. Sólo necesito estar contigo, que me dejes ser y yo también, que me tomes fotos y yo te escriba muchos versos. Y veamos muchos amaneceres y atardeceres, como hoy. No necesito fuegos artificiales tampoco, esos ya los siento aquí, adentro. Se acabaron las palabras. La próxima vez que se vieran, entre todos, ya no serían extraños...

¡Ana me descubrió!

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Propón

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No hay mejores propuestas que las que invitan a recuperar el tiempo perdido y los deseos guardados. Punto.

En el sur...

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Hay un lugar en el mundo donde el Metro está tan cerquita del mar que cuando sales de él la nariz se te llena del pescado fresco que venden todas las mañanas justo allí, a un paso de la entrada del subterráneo, en puestos improvisados que aparecen cuando se pone el sol y desaparecen a media tarde, pero el olor se queda todo el día, haya o no viento. Un lugar con hermosas calles grises, desordenadas, sucias, y algunas, las más suertudas, con escaleras formidables hacia ningún lado, calles cuyas banquetas están marcadas con postes bajos y negros, señales únicas del sendero por donde hay que ir. Con edificios altos color ocre y sepia y esculturas incrustadas, que tratan de escapar de lo que ya no es, reminiscencias de un pasado mejor, grandioso, y balcones con herrajes oxidados por el estar diario sin gloria. Un lugar donde los mendigos te llaman madame o monsieur mientras alargan su mano para pedirte una moneda, que quizá han pedido igual desde el inicio de los tiempos modernos a griegos, romanos, visigodos, otomanos y hasta nazis; hoy, a africanos, musulmanes, africanos-musulmanes y a los galos, por supuesto. Un lugar que expele vida en las coloridas burkas de las mujeres que la caminan, en los rumores en lenguas exóticas que se escuchan en las cafeterías de los callejones sin turistas, donde los hombres te ven sin parpadear, con mirada profunda, de reto. Una ciudad donde los grandes tratos pueden hacerse en un paseo cualquier tarde junto al Fort Saint-Jean, entre botellas de alcohol y un exquisito té de menta con piñones, o en un escondite de la estación de tren, que corona una loma sui géneris y desprende un tufo a amoniaco que se confunde con el olor de McDonalds y de los bocadillos de quesos perfectos. Una ciudad sin intentos hipócritas de ser refinada y culta, como sus vecinas. ¿Para qué? ¿Para opacar todo lo que de verdad se es en aras de lo conveniente?

De Marsella me quedo con todo esto, y más. Con sonidos nocturnos estruendosamente broncos; con una cortina de encaje color perla que me hace imaginar lo que no se puede decir; con lo sedoso del cabello de muñeca vieja; con un vaso de Mónaco; con Cassis y su agua de mar fría fría fría, su chiringuito de techo de ramas y las reflexiones sobre el amor; con una ensalada de calamares, la receta de una sopa de pescado y una lámpara blanca; con el sueño de las calles de Provenza, las ventanas irreales de Cézanne y la plática impredecible, de lujo, sin más. Me quedo con todo esto, sí, y guardo como tesoro más preciado las miradas que me acompañaron, insustituibles. Otra grata sorpresa que se guardará, inevitablemente, en el cajón de mis nostalgias de mañana.

Sorpresas

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Los tres maestros, "Ya sólo falta la viñeta de la cuatro. Lo demás está cerrado". Rostros tranquilos.

Mujer del .com, de sorpresa, "Israel acaba de anunciar que va a liberar a todos los detenidos. Ya hay un cable de eso".

Los tres maestros se miran consternados por unos segundos, sin hablar. Sólo se miran. Después, en un movimiento casi poético, toman de nuevo sus lugares, sin hablar. Silencio total.

Es que así es el periodismo, la profesión que trata igual a becarios y a maestros, expertos en el tema, estrategas, visionarios. A todos nos pasa. Bendita profesión...