Una historia...

0 réplicas
Tengo miedo de contarte, porque no sé si lo entenderás. Es la primera vez que tengo tanta conciencia del poder que me diste para moldear mi realidad sólo por haberme otorgado el lugar que ocupo desde que nací. Quizá, si te digo, me preguntarás que cuál es la diferencia de tener conciencia de eso, que tú siempre supiste que tarde o temprano entendería que los amaneceres siempre son amaneceres, que la tristeza desaparece cuando vas atrás de tu naturaleza y no al contrario y que luego viene la rabia, una rabia que te levanta a las cinco de la mañana y luego se convierte en sonrisa incluso antes de que salga el sol. Y sí, si me dices eso tendrás razón, porque ahora a veces sí veo la grandeza de su juntos y hasta las ventajas de su ahora. Y más. Todo se convierte en destellos. Como un cuento. Un cuento en el que los personajes son complejísimos, de colores, sabios, obstinados a veces y hasta amorosos a causa de sus errores y los míos. Personajes que hacen de mi vida un remolino porque me han forzado cada día a ser más yo. Y las historias, indescriptibles. Es una extraña plenitud. Y claro, ahora entiendo lo demás. Por eso cuando veías el drama, mi drama, callabas. Sólo tú sabías en lo que se convertiría ese dolor, dolor de niña, de capricho y de obstinación, de necia, esa ansiedad que todos deben pasar a su manera para entender la naturaleza de la necedad. Porque tú y sólo tú eras el que sabía el tamaño de las sombras, porque las habías creado, y sabías de las herramientas que me faltaba usar cada vez que me asegurabas con la confianza del universo que eso pasaría, que era una página y no el libro. Y lo lograste, lo lograron. Por eso, lo que sí sé que te voy a contar es el final. Ese lugar especial que crearon para mí me ha salvado, y ya sé que me salvará siempre. Mil gracias. Porque un día me desperté y tuve que aceptar, a pesar de mi nostalgia literaria y la flojera de levantarme, que soy feliz, y hasta en las tristezas y en el aburrimiento y en los corajes y en las constantes ganas de caminar hasta donde nadie me conozca mi vida tiene poesía. Eso. Vivo entre poesía como nunca. Aplausos.

Qué hacer...

0 réplicas

Escribe Marcela Turati en su Facebook...

¿Qué vamos a hacer ante el crimen de Rubén y de Nadia? ¿Qué? Me preguntan, nos preguntan colegas y defensores de derechos humanos. Esta vez no se nos ocurre nada. Hoy se me acabó la imaginación. No sé si es porque todo se ve nublado, porque hoy no es día inteligente o por esa sensación de que ya lo hemos intentado todo. Hemos denunciado la situación convirtiendo en monótono nuestro muro de FB y hasta en los más altos foros internacionales (los enviados del gobierno acusándonos de mentirosas, las organizaciones internacionales no pasan de darnos palmadas en la espalda y condolencias), hemos marchado con ataúdes al hombro, hemos encabezado protestas --algunas festivas otras tragándonos las lágrimas--, hemos acompañado a colegas amordazados para que se animen a marchar o a visitar tumbas, hemos trabajado junto a relatores de derechos humanos, hemos realizado informes, actividades culturales (y también hemos boicoteado), subastas, colectas, cortometrajes, misiones de investigación de los crímenes, hemos dedicado años/vida desde que nos incomodó la conciencia, hemos publicado notas y reportajes y muchos y muchas veces... ¿Qué sigue? En el entierro de Rubén, aunque nos prometimos no dejar de pedir justicia, varios nos mirábamos como náufragos. ¿Qué sí funciona? Ya no sabemos. 
Con el asesinato de Rubén se aseguraron de hacernos llegar varios mensajes paralizantes: No importa que no cubras notas policiacas cualquier tema incómodo está vedado// Pagarás si sales a la calle a pedir que no sigan silenciando a periodistas y a la gente que protesta// No importa el medio para el que trabajes ninguno te servirá como escudo// No huyas al DF porque hasta allí iremos a cazarte// No hace la diferencia que lo grites o denuncies en distintos medios o ante todas las organizaciones de defensa de la prensa o que las instituciones gubernamentales que deberían protegerte estén enterados de tu caso porque ningún mecanismo o estrategia o acción podrá salvarte del destino que te hemos marcado. 
El mensaje fue recibido. Ahora nos fue entregado aquí, en la ciudad oasis en donde ese tipo de violencia no llegaba. Y además no mataron a cualquiera, torturaron y asesinaron al más valientes, al experto en seguridad, al de los ideales trabajados, a un poeta de la lente, a un incorruptible, a uno de los mejores.
Hoy fue desgarrador ver partir a los y las colegas (la mayoría jovencitos) que regresaban a Veracruz con los ojos hinchados, el horror en el rostro, la rabia atorada en la garganta, la dignidad bien puesta. ¿Nos volveremos a ver? ¿Será en otro entierro? ¿De quién? ¿Hacemos un De-tin-marín para especular y jugar a las probabilidades? Este año les ha tocado enterrar a tres amigos, el último apenas el mes pasado; desde 2012 se les rompió su burbuja y la muerte comenzó a cercarlos. 
Tras escuchar a muchos colegas y ver llorar a amigos defensores estos tres días de pesadilla me quedé, o quizás nos quedamos, mascando preguntas incómodas. ¿Existe alguna fórmula para proteger a periodistas y defensores; a quién le toca; le importa a alguien? ¿En qué fallamos, por qué le fallamos? ¿Vencieron los cínicos, los corruptos y los silenciadores? ¿Seguimos simulando que algo funciona? ¿Existe una manera de mantener viva la esperanza y que no sea sofocada por tanta indignación? ¿Siempre vamos a ser tan poquitos los que salimos a las calles a pedir justicia; de plano estos crímenes no le calan a más gente? ¿Sirve de algo salir a las calles? ¿Erramos la estrategia? ¿Nunca se entenderá que con estos crímenes nos silencian a todos? ¿Algún día tocaremos ese anhelado fondo que pensábamos que tocábamos con Regina, luego con Goyo, luego con Moisés y con otros y otros? ¿Qué tiene que pasar para que llegue? ¿Es hora de empacar la solidaridad, abandonar la denuncia que nos dejó mudos, regresar a las redacciones vencidos --"te lo dije", dirán muchos colegas con un dejo de satisfacción-- y funcionar haciendo lo que se espera de nosotros? ¿El periodismo puro y duro será el escudo que estamos buscando? ¿Aunque maten a quienes toquen temas prohibidos? ¿Hacemos mejor un periodismo que no denuncia lo que cuesta la vida como me dijo alguien en el entierro? ¿Que pasará si nos silenciamos? ¿Será que ha llegado el momento de cambiar de país o de oficio o de vida? ¿Dinamitamos todo? ¿Construimos algo nuevo? ¿Se puede? ¿Con quién contamos? 
*
(PD. No me duelo por mí, yo vivo en el oasis y soy la de menos riesgos, me duelo por todos, en especial por los compas veracruzanos que no se han dejado domesticar, quienes nos enseñan cada día lo que es la dignidad y a quienes sé que no debemos fallarles.
PD2. Hoy me di permiso para sentir y decir esto que que yo, que varios, sentimos. Lamento ocasionar molestias.)

The Journey

0 réplicas
Y entonces llegó un poeta y le puso palabras a todo lo que había pasado en el último lustro... Y me salí de mí para verme... Verme ahora con la sudadera azul y el chai latte y el Boston contra Yankees... Y mis amaneceres y mis perros y mis desayunos largos y el cine y los viajes y mis conversaciones con los sabios y los queridos y las caminatas despacito y mis lecturas nocturnas y la música y mi periodismo y ver todo lo que ya empecé... Ver mi cabeza por dentro, donde cada vez entra más luz... Ver mi fortaleza, mi amor y mi agradecimiento... Ver mis ganas, mis ganas... No, no hay mejor cosa que la reimaginación... Es sólo entender que you are just arriving...


*****



"One of the difficulties of leaving a relationship is not so much, at the end, leaving the person themselves — because, by that time, you’re ready to go; what’s difficult is leaving the dreams that you shared together. And you know that somehow — no matter who you meet in your life in the future, and no matter what species of happiness you would share with them — you will never, ever share those particular dreams again, with that particular tonality and coloration. And so there’s a lovely and powerful form of grief there that is the ultimate of giving away but making space for another form of reimagination".

THE JOURNEY

Above the mountains
the geese turn into
the light again

Painting their
black silhouettes
on an open sky.

Sometimes everything
has to be
inscribed across
the heavens

so you can find
the one line
already written
inside you.

Sometimes it takes
a great sky
to find that

first, bright
and indescribable
wedge of freedom
in your own heart.

Sometimes with
the bones of the black
sticks left when the fire
has gone out

someone has written
something new
in the ashes of your life.

You are not leaving.
Even as the light fades quickly now,
you are arriving.


La ficha perdida / Juan Villoro

0 réplicas
Al finalizar 2014, mi amigo Paco pasó por una historia que captura la fuerza y la arbitrariedad con que el tiempo cumple sus promesas.

En 1973, Paco era un baterista que había descubierto el ritmo aporreando las cacerolas de su madre y trataba de perfeccionarlo ante una batería Ludwig tan parchada como la historia nacional. Sabía hacer ruido con los objetos y guardar silencio con los amigos. Mientras nosotros hablábamos, él asentía como quien lleva el compás. Era tan raro que dijera algo que no olvidábamos sus comentarios. Una noche pronunció la palabra "anacrusa" y explicó su importancia en el jazz. Curiosamente, al hablar de las notas que preceden a una frase musical, definía nuestra situación: éramos una anacrusa, el prólogo de lo que seríamos.

Un día de esos que se marcan con plumón en el calendario, el destino llamó a su puerta en la forma del amigo de un amigo de un amigo que le ofrecía trabajo en Nueva York. Paco vendió su batería para comprarse una maleta y empacó ahí los sueños de una generación. Lo acompañamos al aeropuerto con un entusiasmo acrecentado por nuestras fantasías. Para nosotros, ese flaco con una bufanda, nerviosamente tejida por su madre y que le daba tres vueltas al cuello, era el borrador de una leyenda, un posible vínculo con Miles Davis.

Su estancia en Nueva York fue la de tantos músicos que viven cosas interesantes sin que eso signifique un éxito. Volvió con experiencias que le hubieran servido más a alguien conversador y un diploma que anunciaba su abandono de los tambores en favor de la ingeniería de sonido.

A veces las historias se entienden mucho después de haber sucedido. Paco regresó a Nueva York en diciembre de 2014 y descubrió algo en lo que no había pensado durante cuarenta años.

Cuando luchaba por sobrevivir en esa ciudad, prefería tocar a oír a otros músicos. Aun así, se aficionó a bajar las escaleras que conducían al cielo hundido del Village Vanguard y, sobre todo, se aficionó a la chica de los abrigos. En esa atmósfera nublada por el humo todo adquiría una condición evane-scente. La muchacha estaba y no estaba ahí; aislada en el guardarropa, no disfrutaba los prodigios que salían de las trompetas; pálida, inolvidablemente triste, cuidaba prendas sin cuerpos, brazos que no podían abrazarla.

Paco había jurado resistir el invierno con un suéter de Chiconcuac, pero se compró un abrigo para tocar los dedos que le entregaban una ficha. En sus tratos sentimentales -nunca escasos- mi amigo depende de que las mujeres aporten las palabras. No hubo ocasión de que la chica del guardarropa tomara la iniciativa. Ella fue para él una presencia inalcanzable y tenue, como las fases de la luna.

Cuando decidió volver a México, Paco le dirigió la palabra por primera vez, anunciando que se iba. Ella le dio un beso difícil de explicar, quizá motivado por la pasión, la lástima o la simple y asombrosa solidaridad humana.

En 2014, mi amigo volvió a oír jazz en un antro neoyorquino. Se dirigió al guardarropa y entregó un abrigo de pelo de camello, muy distinto al primero que tuvo, comprado en una bodega del Ejército de Salvación. Cuando quiso recogerlo a las dos de la madrugada, no encontró su ficha. Revisó sus bolsillos mientras la encargada lo miraba. Entonces supo por qué no podía hallar la contraseña. Cuarenta años atrás esa mujer había sido la luna.

Paco recordó que había dejado su celular en el abrigo. Si hacía una llamada, podrían saber cuál era el suyo. Ella le prestó su celular y Paco marcó los números con dedos de baterista. El teléfono sonó en el corazón del abrigo.

¿Qué podía decir cuarenta años después? Se limitó a dar las gracias, salió a la calle y el aire frío se hizo cargo de su rostro. A las pocas cuadras, se frotó el pecho y sintió un objeto. En el bolsillo de la camisa encontró la ficha de plástico. Por un momento pensó en regresar a devolverla, pero prefirió quedarse con ella, como una moneda para comprar el tiempo.

Hubiera sido bueno que en ese momento el celular volviera a sonar en el abrigo y fuera ella. Hubiera sido bueno que él le contara su historia. Pero no todas las cosas suceden.

El año se siguió acabando y Paco entendió que había ido a Nueva York a vivir un amor sin recompensa, digno de la música: "La oportunidad que perdí pero recuerdo", me dijo en el tono inolvidable de quien usa muy pocas palabras.
Juan Villoro

Una definición letal del amor... La real...

0 réplicas
"¿Por qué habría de querernos el que señalamos nosotros con tembloroso dedo? ¿Por qué ése justamente, como si nos tuviera que obedecer? ¿O por qué habría de desearnos aquel que nos turba o nos enciende y por cuyos huesos y carne morimos? ¿A qué tanta casualidad? Y cuando se da, ¿a qué tanta duración? ¿Por qué ha de perseverar algo tan frágil y tan prendido con alfileres, la más rara conjunción? El amor correspondido, la lascivia recíproca, el enfebrecimiento mutuo, los ojos y las bocas que se persiguen simultáneamente y los cuellos que se estiran para divisar al elegido entre la multitud, los sexos que buscan juntarse una y otra vez y el extraño gusto por la repetición, volver al mismo cuerpo y regresar y volver... Lo normal es que casi nadie coincida, y si existen tantas parejas supuestamente amorosas es en parte por imitación y sobre todo por convención, o bien porque el que señaló con el dedo ha impuesto su voluntad, ha persuadido, ha conducido, ha empujado, ha obligado al otro a hacer lo que no sabe si quiere y a recorrer un camino por el que nunca se habría aventurado sin apremio ni insistencia ni guía, y ese otro miembro de la pareja, el halagado, el cortejado, el que se adentró en su nube, se ha ido dejando arrastrar. Pero eso no tiene por qué persistir, el encantamiento y la nebulosidad terminan, el seducido se cansa o despierta, y entonces al obligador le toca desesperarse y sentir pánico y vivir en vilo, volver a trabajar si todavía le restan fuerzas, montar guardia a la puerta y rogar e implorar noche tras noche y quedar a merced de aquél. Nada expone ni esclaviza tanto como pretender conservar al que se eligió e inverosímilmente acudió a la llamada de nuestro tembloroso dedo, como si se obrara un milagro o nuestra designación fuera ley, eso que no tiene por qué ocurrir nunca jamás..."


Javier Marías

Apuntes optimistas

0 réplicas
Se trata de pararse en un Metrobús andando y enfocarse en las ventanas del primer piso de los edificios que pasan. No se tiene que medir 1.77 o 1.84 para ver, o quizá sí, pero como a mí me hicieron alta no puedo saber si el experimento funcionará con una visión de otra altura. Si se hace en una noche particularmente fría como hoy es mejor, porque todas las luces, todas, se ven acogedoras. Y claro, es la Ciudad de México, fascinante, no sé si funcione con algo menos esto, menos DF. Pero si quiere intentar, adelante. Entonces el Metrobús avanza y se ve vida en las ventanas, pedazos, burbujas, y uno, de repente, se siente rodeado, con ganas de quererse quedar más de un segundo viendo al interior. Pero como el Metrobús no se para al final se entiende que fue mejor, porque ninguna de esas vidas es propia, es nada más el saludo de una ciudad fría que anuncia, de alguna forma insólita, que ya va usted para su hogar. Y hasta sonríe. Yo sonreí.

***

Pienso en muebles. Sueño con muebles. Algunos nada más, que se acomodan en una habitación totalmente blanca. Quizá la habitación con piso de madera, pero si no se puede no importa. Es sólo una cama con un edredón de colores chillantes y un pequeño estante para libros. Y nada más. El inicio. Nunca había pensado en muebles. Una vez, aunque no los pensaba, quise comprar con M, pero la respuesta a mi ofrecimiento de amueblar desmoronó por mucho tiempo mi ilusión de tener un espacio con mi signo. Pero eso se curó, y ahora pienso en muebles. Míos, nada más míos. Luminosos y cursis. Muebles más importantes que aviones. Primera vez. Y hasta los sueño, porque la falta de insomnio ha dejado espacio para soñar. Soñar hasta con muebles.

***

Tiene que ver mi nueva felicidad por estar leyendo de amores adolescentes ajenos, y también mi reciente reencuentro con la música clásica y mi flautismo frustrado, pero me he preguntado en estos días qué habrá sido de Vladimir. Nos recordé, yo a los 14 y él a los ¿17? ¿18?, sentados en una de las bancas del parque de Santa María La Rivera después de ensayar en la orquesta, él con el trombón y yo con la flauta. Lo veo como si fuera ayer empezando Cien años de soledad y luego interrumpiendo su lectura para buscar en el diccionario una palabra desconocida (no sé qué hacía yo mientras él leía, porque seguro yo no leía). Lo veo en el cine, no, nos veo oscuros en el cine, sin ver nada, porque sólo hubo besos y lenguas torpes mientras todos veian The Wall en la pantalla. La única película en mi vida (sí, en mi vida, hasta ahora) que he "visto" entera sin ver un solo minuto por estarme besuqueando. Ni un minuto. Pink Floyd seguro ya lo perdonó, aunque alguien podría decirme que así desperdicié mi único intento de educación musical serio. Y no he querido volver a verla porque prefiero dejarla así, como la película de los besotes. Recuerdo la altura descomunal de Vladimir, su cabello largo y ondulado de Cristo, su barba de Cristo, y que tocaba el trombón. Lo recuerdo declarando su amor ante la presión social de un cuarto infestado de músicos que lo obligaron a que me dijera algo, sólo para que yo lo abandonara dos domingos después sin piedad, porque ya no regresé a la orquesta (lo verdaderamente luminoso de mi vida lo he abandonado sin piedad, aunque no di tiempo para saber si él era luminoso). Quizá lo recuerdo porque estoy a punto de definir con C las características de los hombres que me enganchan. Quizá porque es la forma indirecta de recordar a R, mi segundo Cristo, con todo y esa unión mucho más intensa y dañina, a su modo. Quizá la soltería... O no. Quizá sólo las lecturas y la flauta y la reedición del diccionario de la Real Academia de la Lengua (diccionario-lengua), o quizá las ganas de encontrármelo algún dia como un connotado trombonista, a lo mejor el día que D y yo por fin podamos conocer El Zinco. Todo lo que no se sabe es una posibilidad. 

***

Hoy, por el frío, mi cabello se veía más bonito, a pesar del dolor de cabeza. Y escucho a Romeo Santos y vuelvo a sentir unos brazos, nuevos brazos.

***

¿Que por qué cuento los destellos de optimismo? Porque ahora sé que hay que darles todo el espacio cuando existen. Y ya.

El hombre sirena

0 réplicas
Un cuento de Samanta Schweblin... Por todas las que lo seguimos buscando...

*************************

Estoy sentada en el bar del puerto, esperando a Daniel, cuando veo al hombre sirena mirarme desde el muelle. Está sobre la primera columna de hormigón, donde el agua  todavía no llega a la playa, a unos cincuenta metros. Tardo en reconocerlo, en entender qué es exactamente, tan hombre de la cintura para arriba, tan sirena de la cintura para abajo. Mira hacia un lado, después tranquilamente hacia el otro, y al fin vuelve a mirar hacia acá.

Mi primer impulso es pararme. Pero sé que el tano, el dueño del bar, es amigo de Daniel, y me vigila desde la barra. Disimulo buscando entre las cosas de la mesa la cuenta del café, como si de un momento a otro hubiera optado por irme. El tano se acerca para ver que todo esté bien, insiste en que debo quedarme, que Daniel ya debe estar por llegar, que debo esperar.

Le digo que se quede tranquilo, que enseguida vuelvo. Dejo cinco pesos sobre la mesa, tomo mi cartera y salgo. No tengo un plan para el hombre sirena, simplemente dejo el bar y camino en su dirección. Contra la idea que se tiene de las sirenas, hermosas y bronceadas, éste no sólo es del otro sexo sino que es bastante pálido. Pero macizo, musculoso. Cuando me ve se cruza de brazos —las manos bajo las axilas, los pulgares hacia arriba—, y sonríe. Me parece un gesto demasiado canchero para un hombre sirena y me arrepiento de estar caminando hacia él con tanta seguridad, con tantas ganas de hablarle, y me siento estúpida. Pero ya es tarde para volver. Él espera a que yo me acerque y entonces dice:

—Hola.

Me detengo.

—¿Qué hace una morocha tan sola, en el muelle?

Pensé que quizá… —no sé que decir. Dejo caer la cartera, la sostengo con ambas manos, colgando frente a mis rodillas, como una nena—, pensé que quizá necesitaba algo, como usted…

Tutéame, preciosa —dice y me tiende la mano en un gesto que me invita a subir.

Miro sus piernas, o mejor dicho, su cola brillante que cuelga sobre el hormigón. Le paso la cartera. La toma, la deja junto a él. Trabo un pie contra el muelle y tomo la mano que vuelve ofrecerme. Tiene la piel helada, como pescado de congelador. Pero el Sol está alto y fuerte, y el cielo es de un azul intenso, y el aire huele a limpio, y para cuando me acomodo junto a él siento que la frescura de su cuerpo me llena de una felicidad vital. Me da vergüenza y me suelto. No sé qué hacer con las manos. Sonrío. Él se arregla el pelo —tiene un jopo muy a lo americano— y pregunta si traigo cigarrillos. Digo que no fumo. Tiene la piel lisa, ni un sólo pelo en todo el cuerpo, y llena de pequeñas aureolas de polvillo blanco, apenas visibles, quizá formadas por la sal del mar. Ve que lo miro y se las sacude un poco de los brazos. Tiene los abdominales marcados, nunca vi una panza así.

Podés tocarme –dice, acariciándose los abdominales–; no hay así en el centro, ¿o sí?

Acerco una mano, él se adelanta, la aprisiona entre la suya y sus abdominales también helados.

Me tiene así algunos segundos, y después dice:

—Contame de vos –y me suelta con suavidad–. ¿Cómo va todo?

—Mamá está enferma, los médicos dicen que va a morirse pronto.

Miramos juntos el mar.

—Qué mal… – dice él.

—Pero ése no es el problema –digo–, el que me preocupa es Daniel. Daniel está mal y eso no ayuda.

—¿Le cuesta asumir lo de su madre?

Asiento.

—¿Son dos hermanos?

—Sí.

—Al menos pueden dividirse las cosas. Yo soy hijo único y mi madre es muy absorbente.

—Somos dos pero lo hace todo él. Yo necesito estar descansada, no puedo permitirme emociones fuertes. Tengo un problema, acá, en el corazón; yo creo que es del corazón.  Así que mantengo distancia. Por mi salud…

—¿Y dónde está Daniel ahora?

—Es impuntual. Está todo el día corriendo de acá para allá. Tiene un gran problema con la organización de sus tiempos.

—¿De qué signo es? ¿Leo?

—Tauro.

—¡Uff!  Qué signo.

—Tengo pastillas de menta –digo–, ¿querés?

Dice que sí y me pasa la cartera, que quedó de su lado.

Está todo el día pensando de dónde va a sacar dinero para pagar esto, de dónde para lo otro. Todo el tiempo queriendo saber qué estoy haciendo, dónde voy a estar, con quién…

—¿Vive con tu madre?

—No. Mamá es como yo, somos mujeres independientes y necesitamos nuestro espacio. Él considera que es peligroso que yo viva sola. Así nomás me lo dice: yo creo que es peligroso que una chica como vos viva sola. Quiere pagarle a una mujer para que esté todo el día detrás mío. Por supuesto que nunca acepté.

Le paso una pastilla y tomo otra para mí.

—¿Vivís por acá?

—Me alquila una casita a unas cuadras: cree que este barrio es mucho más seguro. Y se hace amigos por acá, habla con los vecinos, con el tano, quiere saber todo, controlar  todo, es realmente insoportable.

—Mi padre era así.

—Sí, pero él no es papá. Papá está muerto, ¿por qué tengo que soportar un papá-hermano si papá está muerto?

—Bueno, quizá sólo intenta cuidarte.

Me río pero sarcásticamente, en realidad, el comentario casi arruina mi humor, y creo que él alcanza a darse cuenta.

—No, no. No se trata de cuidarme, es más complicado de lo que pensás.

Se queda mirándome. Tiene ojos celestes, muy claros.

—Contame.

—Ah, no. Creéme, no vale la pena: es un día hermoso.

—Por favor.

Une las palmas de las manos, y me ruega con una mueca graciosa, como un ángel a punto de llorar. A veces, cuando me habla, la aleta plateada se ondula un poco en las puntas y me roza los tobillos. Aunque son ásperas, las escamas no me lastiman, es una sensación agradable. Yo no digo nada, y las aletas se acercan cada vez más.

—Contame…

—Es que mamá… Ella no sólo está enferma: la verdad es que la pobre está totalmente loca…

Suspiro y miro el cielo. El cielo celeste, absoluto. Después nos miramos. Por primera vez reparo en sus labios. ¿Serán también helados? Me toma de las manos, las besa y dice:

—¿Creés que podríamos salir? Vos y yo, un día de estos… Podríamos ir a cenar, o al cine, me encanta el cine.

Le doy un beso y siento el frío de su boca despertar cada célula de mi cuerpo, como una bebida helada en pleno verano. No es sólo una sensación, es una experiencia reveladora, porque siento que ya nada puede ser igual. Aunque no puedo decirle que lo amo: no  todavía, debe pasar más tiempo, debemos hacer las cosas paso a paso. Primero él al cine, después yo al fondo del mar. Pero ya tomé una decisión, irrevocable, ya nada me separará de él. Yo, que toda la vida creí que se vive por un único amor, encontré al mío en el muelle, junto al mar, y me toma ahora francamente de la mano, y me mira con sus ojos transparentes, y me dice: No sufras más, morocha, ya nadie va a hacerte daño.

Una bocina suena a lo lejos, desde la calle. La identifico enseguida: es el auto de Daniel.  Miro por sobre el hombro de mi hombre sirena. Daniel baja apurado y va directo hacia el bar. No parece haberme visto.

—Ahora vuelvo– digo.

Me abraza, vuelve a besarme.

Te espero– dice, y me presta su brazo como soga para que pueda bajar más cómoda.

Corro hasta el bar. Daniel está hablando con el tano y me ve. Parece aliviarse.

—¿Dónde estabas? Quedamos en tu casa, no en el bar.

—No es cierto, pero no le digo nada, eso no importa ahora.

Necesito hablarte– digo.

Vamos al auto, hablamos en

el auto.

Me toma del brazo, con delicadeza, pero con esa actitud paternal que tanto me enerva, y salimos. El auto está a unos metros, pero me detengo.

Soltame.

Me suelta pero sigue hacia el auto y abre la puerta.

—Vamos, es tarde. El médico va a matarnos.

—No voy a ningún lado, Daniel.

Daniel se detiene.

—Voy a quedarme acá —digo—, con el hombre sirena.

Se queda mirándome un momento. Me doy vuelta hacia el mar. Él, hermoso y plateado sobre el muelle, levanta su brazo para saludarnos. Daniel, como si al fin saliera de su estupor, entra al auto y abre la puerta de mi lado. Entonces no sé qué hacer,  y cuando no sé qué hacer, el mundo me parece un lugar terrible para alguien como yo, y me siento muy triste. Por eso pienso: es sólo un hombre sirena, es sólo un hombre sirena, mientras subo al auto y trato de tranquilizarme. Puede estar ahí otra vez mañana, esperándome.