Si queremos conocer la faz luminosa del erotismo, su radiante aprobación de la vida, basta con mirar por un instante una de esas figurillas de fertilidad del neolítico: el tallo del arbusto joven, la redondez de las caderas, las manos que oprimen unos senos frutales, la sonrisa extática. O al menos, si no podemos visitarlo, ver alguna reproducción fotográfica de una de las inmensas figuras de hombres y mujeres esculpidas en el santuario budista de Karli, en la India. Cuerpos como ríos poderosos o como montañas pacíficas, imágenes de una naturaleza al fin satisfecha, sorprendida en ese momento de acuerdo con el mundo y con nosotros mismos que sigue al goce sexual. Dicha solar: el mundo sonríe. ¿Por cuánto tiempo? El tiempo de un suspiro: una eternidad. Sí, el erotismo se desprende de la sexualidad, la transforma y la desvía de su fin, la reproducción; pero ese desprendimiento es también un regreso: la pareja vuelve al mar sexual y se mece en su oleaje infinito y apacible. Allí recobra la inocencia de las bestias. El erotismo es un ritmo: uno de sus acordes es separación, el otro es regreso, vuelta a la naturaleza reconociliada. El más allá erótico está aquí y es ahora mismo. Todas las mujeres y todos los hombres han vivido esos momentos: es nuestra ración de paraíso. Octavio Paz en La llama doble
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