Apuntes optimistas

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Se trata de pararse en un Metrobús andando y enfocarse en las ventanas del primer piso de los edificios que pasan. No se tiene que medir 1.77 o 1.84 para ver, o quizá sí, pero como a mí me hicieron alta no puedo saber si el experimento funcionará con una visión de otra altura. Si se hace en una noche particularmente fría como hoy es mejor, porque todas las luces, todas, se ven acogedoras. Y claro, es la Ciudad de México, fascinante, no sé si funcione con algo menos esto, menos DF. Pero si quiere intentar, adelante. Entonces el Metrobús avanza y se ve vida en las ventanas, pedazos, burbujas, y uno, de repente, se siente rodeado, con ganas de quererse quedar más de un segundo viendo al interior. Pero como el Metrobús no se para al final se entiende que fue mejor, porque ninguna de esas vidas es propia, es nada más el saludo de una ciudad fría que anuncia, de alguna forma insólita, que ya va usted para su hogar. Y hasta sonríe. Yo sonreí.

***

Pienso en muebles. Sueño con muebles. Algunos nada más, que se acomodan en una habitación totalmente blanca. Quizá la habitación con piso de madera, pero si no se puede no importa. Es sólo una cama con un edredón de colores chillantes y un pequeño estante para libros. Y nada más. El inicio. Nunca había pensado en muebles. Una vez, aunque no los pensaba, quise comprar con M, pero la respuesta a mi ofrecimiento de amueblar desmoronó por mucho tiempo mi ilusión de tener un espacio con mi signo. Pero eso se curó, y ahora pienso en muebles. Míos, nada más míos. Luminosos y cursis. Muebles más importantes que aviones. Primera vez. Y hasta los sueño, porque la falta de insomnio ha dejado espacio para soñar. Soñar hasta con muebles.

***

Tiene que ver mi nueva felicidad por estar leyendo de amores adolescentes ajenos, y también mi reciente reencuentro con la música clásica y mi flautismo frustrado, pero me he preguntado en estos días qué habrá sido de Vladimir. Nos recordé, yo a los 14 y él a los ¿17? ¿18?, sentados en una de las bancas del parque de Santa María La Rivera después de ensayar en la orquesta, él con el trombón y yo con la flauta. Lo veo como si fuera ayer empezando Cien años de soledad y luego interrumpiendo su lectura para buscar en el diccionario una palabra desconocida (no sé qué hacía yo mientras él leía, porque seguro yo no leía). Lo veo en el cine, no, nos veo oscuros en el cine, sin ver nada, porque sólo hubo besos y lenguas torpes mientras todos veian The Wall en la pantalla. La única película en mi vida (sí, en mi vida, hasta ahora) que he "visto" entera sin ver un solo minuto por estarme besuqueando. Ni un minuto. Pink Floyd seguro ya lo perdonó, aunque alguien podría decirme que así desperdicié mi único intento de educación musical serio. Y no he querido volver a verla porque prefiero dejarla así, como la película de los besotes. Recuerdo la altura descomunal de Vladimir, su cabello largo y ondulado de Cristo, su barba de Cristo, y que tocaba el trombón. Lo recuerdo declarando su amor ante la presión social de un cuarto infestado de músicos que lo obligaron a que me dijera algo, sólo para que yo lo abandonara dos domingos después sin piedad, porque ya no regresé a la orquesta (lo verdaderamente luminoso de mi vida lo he abandonado sin piedad, aunque no di tiempo para saber si él era luminoso). Quizá lo recuerdo porque estoy a punto de definir con C las características de los hombres que me enganchan. Quizá porque es la forma indirecta de recordar a R, mi segundo Cristo, con todo y esa unión mucho más intensa y dañina, a su modo. Quizá la soltería... O no. Quizá sólo las lecturas y la flauta y la reedición del diccionario de la Real Academia de la Lengua (diccionario-lengua), o quizá las ganas de encontrármelo algún dia como un connotado trombonista, a lo mejor el día que D y yo por fin podamos conocer El Zinco. Todo lo que no se sabe es una posibilidad. 

***

Hoy, por el frío, mi cabello se veía más bonito, a pesar del dolor de cabeza. Y escucho a Romeo Santos y vuelvo a sentir unos brazos, nuevos brazos.

***

¿Que por qué cuento los destellos de optimismo? Porque ahora sé que hay que darles todo el espacio cuando existen. Y ya.

El hombre sirena

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Un cuento de Samanta Schweblin... Por todas las que lo seguimos buscando...

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Estoy sentada en el bar del puerto, esperando a Daniel, cuando veo al hombre sirena mirarme desde el muelle. Está sobre la primera columna de hormigón, donde el agua  todavía no llega a la playa, a unos cincuenta metros. Tardo en reconocerlo, en entender qué es exactamente, tan hombre de la cintura para arriba, tan sirena de la cintura para abajo. Mira hacia un lado, después tranquilamente hacia el otro, y al fin vuelve a mirar hacia acá.

Mi primer impulso es pararme. Pero sé que el tano, el dueño del bar, es amigo de Daniel, y me vigila desde la barra. Disimulo buscando entre las cosas de la mesa la cuenta del café, como si de un momento a otro hubiera optado por irme. El tano se acerca para ver que todo esté bien, insiste en que debo quedarme, que Daniel ya debe estar por llegar, que debo esperar.

Le digo que se quede tranquilo, que enseguida vuelvo. Dejo cinco pesos sobre la mesa, tomo mi cartera y salgo. No tengo un plan para el hombre sirena, simplemente dejo el bar y camino en su dirección. Contra la idea que se tiene de las sirenas, hermosas y bronceadas, éste no sólo es del otro sexo sino que es bastante pálido. Pero macizo, musculoso. Cuando me ve se cruza de brazos —las manos bajo las axilas, los pulgares hacia arriba—, y sonríe. Me parece un gesto demasiado canchero para un hombre sirena y me arrepiento de estar caminando hacia él con tanta seguridad, con tantas ganas de hablarle, y me siento estúpida. Pero ya es tarde para volver. Él espera a que yo me acerque y entonces dice:

—Hola.

Me detengo.

—¿Qué hace una morocha tan sola, en el muelle?

Pensé que quizá… —no sé que decir. Dejo caer la cartera, la sostengo con ambas manos, colgando frente a mis rodillas, como una nena—, pensé que quizá necesitaba algo, como usted…

Tutéame, preciosa —dice y me tiende la mano en un gesto que me invita a subir.

Miro sus piernas, o mejor dicho, su cola brillante que cuelga sobre el hormigón. Le paso la cartera. La toma, la deja junto a él. Trabo un pie contra el muelle y tomo la mano que vuelve ofrecerme. Tiene la piel helada, como pescado de congelador. Pero el Sol está alto y fuerte, y el cielo es de un azul intenso, y el aire huele a limpio, y para cuando me acomodo junto a él siento que la frescura de su cuerpo me llena de una felicidad vital. Me da vergüenza y me suelto. No sé qué hacer con las manos. Sonrío. Él se arregla el pelo —tiene un jopo muy a lo americano— y pregunta si traigo cigarrillos. Digo que no fumo. Tiene la piel lisa, ni un sólo pelo en todo el cuerpo, y llena de pequeñas aureolas de polvillo blanco, apenas visibles, quizá formadas por la sal del mar. Ve que lo miro y se las sacude un poco de los brazos. Tiene los abdominales marcados, nunca vi una panza así.

Podés tocarme –dice, acariciándose los abdominales–; no hay así en el centro, ¿o sí?

Acerco una mano, él se adelanta, la aprisiona entre la suya y sus abdominales también helados.

Me tiene así algunos segundos, y después dice:

—Contame de vos –y me suelta con suavidad–. ¿Cómo va todo?

—Mamá está enferma, los médicos dicen que va a morirse pronto.

Miramos juntos el mar.

—Qué mal… – dice él.

—Pero ése no es el problema –digo–, el que me preocupa es Daniel. Daniel está mal y eso no ayuda.

—¿Le cuesta asumir lo de su madre?

Asiento.

—¿Son dos hermanos?

—Sí.

—Al menos pueden dividirse las cosas. Yo soy hijo único y mi madre es muy absorbente.

—Somos dos pero lo hace todo él. Yo necesito estar descansada, no puedo permitirme emociones fuertes. Tengo un problema, acá, en el corazón; yo creo que es del corazón.  Así que mantengo distancia. Por mi salud…

—¿Y dónde está Daniel ahora?

—Es impuntual. Está todo el día corriendo de acá para allá. Tiene un gran problema con la organización de sus tiempos.

—¿De qué signo es? ¿Leo?

—Tauro.

—¡Uff!  Qué signo.

—Tengo pastillas de menta –digo–, ¿querés?

Dice que sí y me pasa la cartera, que quedó de su lado.

Está todo el día pensando de dónde va a sacar dinero para pagar esto, de dónde para lo otro. Todo el tiempo queriendo saber qué estoy haciendo, dónde voy a estar, con quién…

—¿Vive con tu madre?

—No. Mamá es como yo, somos mujeres independientes y necesitamos nuestro espacio. Él considera que es peligroso que yo viva sola. Así nomás me lo dice: yo creo que es peligroso que una chica como vos viva sola. Quiere pagarle a una mujer para que esté todo el día detrás mío. Por supuesto que nunca acepté.

Le paso una pastilla y tomo otra para mí.

—¿Vivís por acá?

—Me alquila una casita a unas cuadras: cree que este barrio es mucho más seguro. Y se hace amigos por acá, habla con los vecinos, con el tano, quiere saber todo, controlar  todo, es realmente insoportable.

—Mi padre era así.

—Sí, pero él no es papá. Papá está muerto, ¿por qué tengo que soportar un papá-hermano si papá está muerto?

—Bueno, quizá sólo intenta cuidarte.

Me río pero sarcásticamente, en realidad, el comentario casi arruina mi humor, y creo que él alcanza a darse cuenta.

—No, no. No se trata de cuidarme, es más complicado de lo que pensás.

Se queda mirándome. Tiene ojos celestes, muy claros.

—Contame.

—Ah, no. Creéme, no vale la pena: es un día hermoso.

—Por favor.

Une las palmas de las manos, y me ruega con una mueca graciosa, como un ángel a punto de llorar. A veces, cuando me habla, la aleta plateada se ondula un poco en las puntas y me roza los tobillos. Aunque son ásperas, las escamas no me lastiman, es una sensación agradable. Yo no digo nada, y las aletas se acercan cada vez más.

—Contame…

—Es que mamá… Ella no sólo está enferma: la verdad es que la pobre está totalmente loca…

Suspiro y miro el cielo. El cielo celeste, absoluto. Después nos miramos. Por primera vez reparo en sus labios. ¿Serán también helados? Me toma de las manos, las besa y dice:

—¿Creés que podríamos salir? Vos y yo, un día de estos… Podríamos ir a cenar, o al cine, me encanta el cine.

Le doy un beso y siento el frío de su boca despertar cada célula de mi cuerpo, como una bebida helada en pleno verano. No es sólo una sensación, es una experiencia reveladora, porque siento que ya nada puede ser igual. Aunque no puedo decirle que lo amo: no  todavía, debe pasar más tiempo, debemos hacer las cosas paso a paso. Primero él al cine, después yo al fondo del mar. Pero ya tomé una decisión, irrevocable, ya nada me separará de él. Yo, que toda la vida creí que se vive por un único amor, encontré al mío en el muelle, junto al mar, y me toma ahora francamente de la mano, y me mira con sus ojos transparentes, y me dice: No sufras más, morocha, ya nadie va a hacerte daño.

Una bocina suena a lo lejos, desde la calle. La identifico enseguida: es el auto de Daniel.  Miro por sobre el hombro de mi hombre sirena. Daniel baja apurado y va directo hacia el bar. No parece haberme visto.

—Ahora vuelvo– digo.

Me abraza, vuelve a besarme.

Te espero– dice, y me presta su brazo como soga para que pueda bajar más cómoda.

Corro hasta el bar. Daniel está hablando con el tano y me ve. Parece aliviarse.

—¿Dónde estabas? Quedamos en tu casa, no en el bar.

—No es cierto, pero no le digo nada, eso no importa ahora.

Necesito hablarte– digo.

Vamos al auto, hablamos en

el auto.

Me toma del brazo, con delicadeza, pero con esa actitud paternal que tanto me enerva, y salimos. El auto está a unos metros, pero me detengo.

Soltame.

Me suelta pero sigue hacia el auto y abre la puerta.

—Vamos, es tarde. El médico va a matarnos.

—No voy a ningún lado, Daniel.

Daniel se detiene.

—Voy a quedarme acá —digo—, con el hombre sirena.

Se queda mirándome un momento. Me doy vuelta hacia el mar. Él, hermoso y plateado sobre el muelle, levanta su brazo para saludarnos. Daniel, como si al fin saliera de su estupor, entra al auto y abre la puerta de mi lado. Entonces no sé qué hacer,  y cuando no sé qué hacer, el mundo me parece un lugar terrible para alguien como yo, y me siento muy triste. Por eso pienso: es sólo un hombre sirena, es sólo un hombre sirena, mientras subo al auto y trato de tranquilizarme. Puede estar ahí otra vez mañana, esperándome.