
- Buenas noches, Maestro, perdóneme que lo moleste...
- No es molestia. Dígame ahora en qué me equivoqué...
La primera vez que me tocó alistar una Plaza Pública para que se publicara al día siguiente, en abril de 2007, me tardé en revisarla casi tres horas. Era mi segundo día sentada en la redacción de Reforma como asistente de planas editoriales y todavía ni entendía la magnitud de mi responsabilidad. El proceso que tenía que realizarle a la Plaza, y a las demás columnas, era meticuloso. Copiarla del correo en el que llegaba; “subirla al sistema”; leerla cuidadosamente; revisar que todos los puntos, comas, mayúsculas, acentos, letras y demás fueran los que tenían que ser y estuvieran donde tenían que estar, siempre respetando las decisiones del autor, por supuesto. A la par de ese proceso tenía que comprobar que los datos que se mencionaban eran correctos, para evitar ratos amargos después.
¿Que cómo era ese proceso para una Plaza Pública? Era un reto t-o-d-o-s los días, porque no tenía uno, dos o tres datos. Tenía decenas de datos por comprobar, siempre, lo mismo descripciones históricas que cifras, o lugares, o nombres de personas que yo en mi vida había escuchado y cuya obra conocí gracias al Maestro, anécdotas de la historia reciente del país que yo ni me imaginaba, en mi supina ignorancia. Y desde esa primera Plaza comprendí cabalmente que Miguel Ángel Granados Chapa era más grande de lo que yo creía, que era un ser fuera de serie. Le di su justa dimensión. Porque mi Google iba y venía diariamente por notas de todos los díarios mexicanos de todas las épocas, por documentos históricos, por discursos, por bases de datos oficiales y no oficiales, por grabaciones de radio... pero la Plaza no acababa. Y siempre había un dato que uno no encontraba, que no estaba mas que en la memoria del Maestro. Entonces le llamaba, porque tenía varias dudas, y entendía. “Eso déjelo así, me lo dijo a mí en 1977”. “Eso déjelo así. Encontré ese dato en un libro que ya no se edita”. “Eso déjelo así...” escuchaba en el auricular del teléfono una y otra vez. Y nunca olvidaré su voz, con ese tono de humildad que sólo los verdaderamente grandes tienen. El año que me tocó hacer ese trabajo me sentí tan privilegiada... Privilegio, una palabra muy pequeñita para el agradecimiento que siento hacia él, por todo lo que le aprendí y le seguí aprendiendo después, leyéndolo.
Al revisar varias de sus columnas me pregunté, llena de asombro y admiración, las preguntas que muchos se han hecho. ¿Cómo le hacia Granados Chapa para escribir de temas tan variados diariamente? Las siete columnas semanales y el programa diario de radio son una proeza insuperable. ¿Cómo podía juntar todos los datos necesarios de cada caso que abordaba tan rápido? ¿Cómo se había dado cuenta de la relación del tal hecho con esto? ¡Cómo! ¡Cómo! Yo sólo tenía, y tengo, preguntas. La única respuesta que puedo dar después de haber revisado su columna de manera más o menos regular por un año entero, tratando de estudiar la forma en que construía sus textos, es simple: es porque era él. No hay otro en este país. Nos quedamos solos...
Más allá de los valioso datos que aportaba, leer a Granados Chapa era detenerse a entender los dolores de México, que siempre describía con claridad, con verdadero espíritu de indignación ante lo que le parecía que estaba mal, podrido. Le lastimaban la triste suerte del país y la desfachatez de aquellos que no se tocaban el corazón, ni se tocarán, para tener beneficios para sí a cambio de la desgracia de casi todos. Describía con lujo de detalles los agravios, pero sin adjetivos ni insultos. No los necesitaba, porque su interés por explicar y argumentar le ganaba siempre. Leer a Granados Chapa era obligarse a reflexionar, a hilar sucesos aislados para entender y dimensionar verdaderas problemáticas que partían de los hechos del día, algunos de primera plana, otros olvidados, fuera el reciente anuncio de un negocio entre televisoras, la barbarie de la clase política o el asesinato de defensores de derechos humanos en alguna parte del país. Y era humano, no ocultaba sus preferencias por la izquierda, pero para mí su juicio crítico no se limitaba por esto. A las generaciones jóvenes, entre las que todavía me cuento, nos obligaba a asomarnos a esa parte de la historia nacional que nunca habíamos tenido necesidad de conocer, y que poco nos importaba.
¿Quiénes lo contradecían? Respuesta fácil: aquellos que se incomodaban con sus críticas, beneficiados del poder con nulo interés por la democracia y la justicia. Importante recordar ahora todas las veces que Ricardo Salinas Pliego, el dueño de TvAzteca, gritó a los que lo quisieron escuchar que Granados Chapa mentía cada vez que la Plaza Pública enumeraba las violaciones a la ley de esta empresa y de Televisa. Y es absolutamente necesario recordar ese 24 de enero pasado, cuando el Maestro, siempre con esa humildad y ese profesionalismo tan de él, se disculpó con la opinión pública por haber adelantado, en su columna del día anterior, que Televisa compraría Iusacell, pues la empresa de Azcárraga Jean había desmentido la información con mucha contundencia. Más de tres meses después, el 6 de abril, como había adelantado la Plaza, Televisa anunció que compraría Iusacell. El Maestro, a diferencia de quienes lo insultaban, era grande...
Reitero con mucho dolor, su ausencia nos deja tan solos... Para mí no se va el hombre de la memoria prodigiosa, el de la disciplina inigualable. No se va el del lenguaje perfecto, tan perfecto que le abrió las puertas de la Academia Mexicana de la Lengua. No se va el que practicó el periodismo por 47 años y el que participó en importantes medios de comunicación, algunos desde su fundación, que de una u otra manera han cambiado la vida pública de este país (Excélsior, Proceso, unomasuno, La Jornada, El Financiero, Reforma). No se va el de la Medalla Belisario Domínguez y el de los tres premios nacionales de periodismo. Para mí se va el hombre que me recordaba todas las mañanas desde abril de 2007 por qué valía la pena seguir con esta profesión bendita, y marcaba los estándares de cómo seguir con el trabajo, el periodismo, el que me permitió el milagro de conocerlo y que a veces llena de desesperanza. Se va el que nunca se rindió a pesar de la enfermedad, el que siguió escribiendo con esa pluma voraz de justicia, el que escribía para ver luz y democracia al final del camino, el que nunca dudó, a pesar de toda la desgracia que estaba, y está, a la vista. Se va el que quiso escribir hasta dos días antes de su muerte, y el que se despidió en sólo dos líneas. Si nuestro andar se trata de guardar ejemplos de vidas memorables que funcionen como esos motores que necesitamos para salir de la comodidad y dar saltos que nos lleven a ser un poquito más lo que queremos ser, don Miguel Ángel, usted fue, es y será para mí una de esas vidas. Descanse en paz, Maestro...
Los poderes fácticos, los que gobiernan sin haber sido elegidos, los que buscan y obtienen ganancia de negocios que atentan contra el interés general gobiernan en mayor medida que los gobiernos; la lucha de unos y otros poderes ilegítimos contra la sociedad, su éxito en el propósito de dominarla es favorecida por una situación económica, material cada vez más adversa, menos propiciatoria que la prosperidad y la expansión de la potencialidad humana.
Muchos creemos percibir la difusión de una desesperanza, de un desánimo social, un desencanto con las formas democráticas, un cinismo social que como los depredadores en infortunios impuestos por la naturaleza aprovechan la desgracia ajena para medrar.
Pero eso que nos ocurre, los fenómenos en sí mismos, y los que provocan esta desesperanza, no son una condena, son enfermedades del espíritu colectivo susceptibles de ser curadas, no con pociones mágicas que a la postres mas envenenan, en que sanan, sino con el empuje que más de una vez ha permitido ejercer y acrecentar la energía de los mexicanos.
No nos deslicemos a la desgracia, menos aún caigamos de súbito en su abismo, cada quien desde su sitio, sin perder sus convicciones, pero sin convertirlas en dogma que impidan el diálogo, impidamos que la sociedad se disuelva.
No es un desenlace inexorable, podemos frenarla, hagámoslo, y con la misma fuerza reconstruyamos la casa que nos albergue a todos o erijámosla si es que nunca la hemos tenido.
(Fragmento del discurso pronunciado por Granados Chapa al recibir la Medalla Belisario Domínguez, el 7 de octubre de 2008).